De los años en la universidad recuerdo muchas cosas, la mayoría de ellas relacionadas con fiestas y juergas varias. Recuerdo las numerosas noches en la cafetería Bohemia escuchando jazz, o en el “Liberia”, viendo obras de teatro. Recuerdo algo menos a los profesores y he olvidado completamente lo poco aprendido en la carrera. Fueron, a los que me conocen no hace falta que se lo repita, años muy intensos, quizás los mejores de mi vida. Sin embargo, me sorprendo a veces, por como son de antojadizas las memorias, como entre los momentos más intensos, esos que nunca olvidaremos, se cuelan otros que en su día no pasaron de ser instantes anodinos, momentos sin importancia, retales del día a día que sin embargo, al ser seleccionados para quedarse en nuestro recuerdo, acaban siendo momentos trascendentales, de esos en los que uno se siente identificado, de esos que se convierten en repentinos pilares de nuestra existencia.
Uno de esos momentos, una de esas sorpresas que se te cuelan entre la monotonía, me surgió en los comedores de la universidad. Una vez acabadas las clases, a las cuáles, todo hay que decirlo, no acudía la mayoría de las veces, solía desprenderme del grupo con el que estuviese en ese momento y me iba a comer. Siempre me gustaba tener un par de horas para mí sólo, horas que solían empezar en el rato de la comida y procuraba alargar durante toda la siesta. Solía llevar siempre un libro en el macuto que después leía tumbado en el césped. En la cola del comedor ya ojeaba con cierta ansía el volumen que tuviese entre manos. Y una vez dentro, me gustaba sentarme en alguna de las esquinas de la enorme sala, siempre al lado de alguna ventana. Me gustaba así, jugar a ser un escritor y fingía en esos momentos observar y analizar todo lo que me rodeaba, en busca de ideas o situaciones para próximas historias. Si la comida resultaba aburrida, siempre podía mirar por la ventana y dejaba vagar los pensamientos sin rumbo fijo. En una de esas comidas, quizás fuese fin de curso porque el comedor estaba prácticamente vacío, empecé a fijarme en cómo las personas que estábamos, nos tomábamos la pera que nos había tocado en suerte para el postre. Había pequeños detalles que en principio no sabía muy bien cuáles eran y decidí fijarme con más atención en los distintos gestos de cada comensal. Hubo uno que se limitó a frotar la fruta contra su pecho y comenzó a darle bocados. Un segundo, más metódico, la partió en trozos, peló esos trozos y los fue pinchando con un tenedor. El tercero, siguiendo el mismo estilo que yo, peló la fruta y sujetándola con dos dedos y haciéndola rotar lentamente sobre ese eje recién creado, le daba bocados. Hubo un cuarto que de la simple pera creó una increíble macedonia. De su macuto extrajo un pequeño cuenco, troceó la pera y otras frutas que empezó a sacarse de los bolsillos y las mezcló en el recipiente. Después con una cucharada, se las fue comiendo con parsimonia y con un perceptible gesto de deleite en su rostro. Un quinto, iba cortando trozos que no separaba completamente, se llevaba la fruta a la boca y lo arrancaba con los dientes. El sexto, variante del primero, no peló la pera, la lavó introduciéndola varias veces en un vaso de agua y después secándola concienzudamente con una servilleta. Y hubo un séptimo comensal que no se comió la pera. Cuando abandonó su asiento, la fruta seguía quieta, solitaria, inmaculada, sobre un platito.
¿Qué me llamó la atención de estos procesos tan rutinarios? La respuesta me saltó rápida. Siete comensales, siete maneras diferentes de comerse una pera. ¿Y qué conclusión saqué de todo esto? Es extraño, pero tras observar todos estos gestos tan comunes y a la vez tan diferentes unos de otros, me invadió una sensación agridulce, se apoderó de mí cierta desazón que no pude esquivar durante el café ni en mi posterior rato de lectura. En aquella época, como desgraciadamente también ocurre ahora, el mundo estaba azotado por guerras, hambruna: la misma violencia primaria, con las múltiples caras de la belicosa condición humana. Pero también, era embriagador el ambiente de la universidad, tan cargado de buenas ilusiones y una esperanza siempre latente. Ante cada nueva atrocidad cometida por unos hombres, otros hombres se oponían a ellos, les gritaban a la cara lo injusto y absurdo de sus actos. No dejé acudir a cuanta manifestación se convocaba por los motivos más diversos. Y en todas ellas pensaba ingenuamente que estaba haciendo lo correcto, que lograríamos mover y conmover alguna conciencia con nuestros multitudinarios actos de protesta. Ahora bien, después de salir del comedor, cierto aire de pérdida se apoderó de mí. ¿Lograríamos alguna vez, todos los habitantes de este planeta, dejar de ser tan violentos? En ese momento pensaba que no, al comprobar cuán diferentes éramos incluso ante el sencillo ritual de comernos una pera. Años después de ese día, acabada la universidad, y acudiendo cada vez menos a las manifestaciones, desgraciadamente lo continúo pensando.
Uno de esos momentos, una de esas sorpresas que se te cuelan entre la monotonía, me surgió en los comedores de la universidad. Una vez acabadas las clases, a las cuáles, todo hay que decirlo, no acudía la mayoría de las veces, solía desprenderme del grupo con el que estuviese en ese momento y me iba a comer. Siempre me gustaba tener un par de horas para mí sólo, horas que solían empezar en el rato de la comida y procuraba alargar durante toda la siesta. Solía llevar siempre un libro en el macuto que después leía tumbado en el césped. En la cola del comedor ya ojeaba con cierta ansía el volumen que tuviese entre manos. Y una vez dentro, me gustaba sentarme en alguna de las esquinas de la enorme sala, siempre al lado de alguna ventana. Me gustaba así, jugar a ser un escritor y fingía en esos momentos observar y analizar todo lo que me rodeaba, en busca de ideas o situaciones para próximas historias. Si la comida resultaba aburrida, siempre podía mirar por la ventana y dejaba vagar los pensamientos sin rumbo fijo. En una de esas comidas, quizás fuese fin de curso porque el comedor estaba prácticamente vacío, empecé a fijarme en cómo las personas que estábamos, nos tomábamos la pera que nos había tocado en suerte para el postre. Había pequeños detalles que en principio no sabía muy bien cuáles eran y decidí fijarme con más atención en los distintos gestos de cada comensal. Hubo uno que se limitó a frotar la fruta contra su pecho y comenzó a darle bocados. Un segundo, más metódico, la partió en trozos, peló esos trozos y los fue pinchando con un tenedor. El tercero, siguiendo el mismo estilo que yo, peló la fruta y sujetándola con dos dedos y haciéndola rotar lentamente sobre ese eje recién creado, le daba bocados. Hubo un cuarto que de la simple pera creó una increíble macedonia. De su macuto extrajo un pequeño cuenco, troceó la pera y otras frutas que empezó a sacarse de los bolsillos y las mezcló en el recipiente. Después con una cucharada, se las fue comiendo con parsimonia y con un perceptible gesto de deleite en su rostro. Un quinto, iba cortando trozos que no separaba completamente, se llevaba la fruta a la boca y lo arrancaba con los dientes. El sexto, variante del primero, no peló la pera, la lavó introduciéndola varias veces en un vaso de agua y después secándola concienzudamente con una servilleta. Y hubo un séptimo comensal que no se comió la pera. Cuando abandonó su asiento, la fruta seguía quieta, solitaria, inmaculada, sobre un platito.
¿Qué me llamó la atención de estos procesos tan rutinarios? La respuesta me saltó rápida. Siete comensales, siete maneras diferentes de comerse una pera. ¿Y qué conclusión saqué de todo esto? Es extraño, pero tras observar todos estos gestos tan comunes y a la vez tan diferentes unos de otros, me invadió una sensación agridulce, se apoderó de mí cierta desazón que no pude esquivar durante el café ni en mi posterior rato de lectura. En aquella época, como desgraciadamente también ocurre ahora, el mundo estaba azotado por guerras, hambruna: la misma violencia primaria, con las múltiples caras de la belicosa condición humana. Pero también, era embriagador el ambiente de la universidad, tan cargado de buenas ilusiones y una esperanza siempre latente. Ante cada nueva atrocidad cometida por unos hombres, otros hombres se oponían a ellos, les gritaban a la cara lo injusto y absurdo de sus actos. No dejé acudir a cuanta manifestación se convocaba por los motivos más diversos. Y en todas ellas pensaba ingenuamente que estaba haciendo lo correcto, que lograríamos mover y conmover alguna conciencia con nuestros multitudinarios actos de protesta. Ahora bien, después de salir del comedor, cierto aire de pérdida se apoderó de mí. ¿Lograríamos alguna vez, todos los habitantes de este planeta, dejar de ser tan violentos? En ese momento pensaba que no, al comprobar cuán diferentes éramos incluso ante el sencillo ritual de comernos una pera. Años después de ese día, acabada la universidad, y acudiendo cada vez menos a las manifestaciones, desgraciadamente lo continúo pensando.
Los extraordinarios hechos que aquí se describen, querido lector están basados en hechos reales. Y esta historia está dedicada a Javi, que en tantas y tantas tertulias me acompañó cada vez que nos saltábamos una clase. Javi compañero de blog que eh breve nos hará una visita a Albacete. También se lo dedico a María José, mi nueva compañera de sala, que me ha cubierto las espaldas mientras yo escribía esto.
6 comentarios:
Ahora, cada vez que me coma una pera me acordaré de ti. Creo que hay algo básico en lo que los siete comensales coincidían: comían pera, por algo se empieza. Un saludo.
Buena apreciación, aunque la pera entraba dentro el menú, no había opción...aunque muy buena la apreciación de "por algo se empieza". Gracias por el comentario. Se agredece el interés que poneis en los cuentos, mucho más de lo que imaginas. Cada nueva opinión es un aspaldarazo de ánimo...
espaldarazo, perdón...
Me ha parecido todo un "poema". Sencillamente maravilloso. "Las pequeñas cosas", "los momentos sin importaccia" nos llenan de felicidad.
Gracias.
Mi estimado Julián :
Cuando me pregunten si recuerdo algo de mi paso fugaz por la Universidad, siempre diré : Julián, los bares y la cafetería.
El que sea, no tendrá ni puta idea de quién hablo, yo sí.
Si aquello años no hubiera habido un Julián, bares y cafetería, la Universidad sólo habría sido lo que es : Un establo para Gilipollas.
A todos los Julianes.
Muy buena época la de la facultad, pero q no faltabas tanto a clase hombre…jajajajja. Me ha resultado muy curioso tu relato, me ha gustado, la verdad es q solemos dedicar muy poco tiempo a observar los gestos mas simples y cotidianos q suceden a nuestro alrededor y seguramente si lo hiciéramos llegaríamos a apreciar esos pequeños detalles tanto buenos como menos buenos q se nos escapan día a día.
Un beso.
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