domingo, 24 de marzo de 2013

Adios Nonino

 
 
 



Decía un amigo que “los buenos relatos han de ser leídos como quién se fuma un habano. Lentamente, dejando que la nicotina y el veneno entre poco a poco en tu mente y luego cuando terminas, tirarlo como una colilla. El relato será entonces un recuerdo efímero como el humo del tabaco pero el veneno quedará en ti mucho tiempo después de haberlo consumido...” Este buen amigo desapareció como lo hace todo el mundo, un día cualquiera y por unas de las miles de causas por la que un ser vivo deja de serlo. Hablaba y hablaba... fumaba y bebía como si la vida fuera una carrera de velocidad... jamás fue un deportista de fondo, nació para galgo (incluso tenía algún parecido físico) y no para mastín del Pirineo... Hoy la lluvia quiere acompañar, como no podía ser de otro modo, este día sin mi amigo. De vez en cuando, entre la nubes, aparece un rayo de sol de eso que te dejan ciego de la claridad que transmite y todos sonreímos alzando las copas con el alcohol más fuerte que hemos encontrado. Nadie llora, la madre naturaleza lo hace por nosotros...



Mañana será otro día, el mundo seguirá girando y la Vida seguirá con o sin nosotros... pero el veneno del amigo aún permanecerá por mucho tiempo en nosotros...



sábado, 23 de marzo de 2013

MI MUNDO EFÍMERO



Una vez que terminó de fregar, el suelo de linóleo empezó a secarse y, mientras lo hacía, el agua que iba quedando formó algo así como un archipiélago de islas[...]

Mapa de mi Atlántica particular.
Leyendo este poema de Manuel Moyano, “Mundo efímero”, me ha venido a la mente un recuerdo de la infancia. A mí, cómo al autor, cuando era un niño, también me gustaba inventarme islas. En mi caso, las islas no surgían de rastros de agua mal secados, sino de las manchas de humedad que surgían en el cemento del suelo del patio de mi casa. Esas manchas iban definiendo sus formas con los  remiendos que mi padre iba haciendo conforme ese suelo se iba deteriorando por las lluvias o por el constante pisoteo. Picaba, levantaba el cemento más desgastado y cubría el hueco con una mezcla más compacta. Esta mezcla, inevitablemente, tenía un color diferente. Surgieron así unas manchas con unas curvas retorcidas, como fiordos, como golfos o como deltas que destacaban de manera clara, al menos para mí,  en uno de los rincones del patio. Pues bien, esas manchas, pronto me imaginé que eran islas, y el resto del suelo, de un color más apagado, por supuesto era el mar, que aunque de apenas unos metros cuadrados, mi imaginación infantil lo hizo infinito. Como infinitas fueron las veces que arribaron a esas manchas convertidas en destinos mis barcos primero de papel, luego de cartón y al final de metal o plástico, cargados de todo tipo de muñecos aventureros. Pasé muchas horas sentado en el suelo del patio. Empujando de un lado para otro barcos que yo mismo me construía, haciendo ruidos con la boca que simulaban desde un oleaje bravío hasta los cañonazos de un abordaje. También pasé muchas horas trazando sobre papel las arqueadas costas de esas islas surgidas de la chapuza y el remiendo. Les inventé ciudades, ríos, montañas, una geografía completa que fue surgiendo conforme mis muñecos se adentraban en esas islas. Y alrededor de ellas, además de mares, añadí nuevas islas, nuevas tierras, continentes enteros. Me inventé al final un país,  alrededor del cuál fueron girando todos mis juegos de la infancia. Tomé, por decirlo de algún modo, posesión de esas tierras. Todo a lo que jugaba debía tener lugar dentro de esas escuetas fronteras. Mis batallitas fueron guerras contra países que querían invadir mis islas de cemento. Todos y cada uno de mis juguetes, que nunca fueron muchos porque los destrozaba con rapidez, tuvieron una función muy importante en este país inventado. Así un cochecito cualquiera, podía llegar a ser el coche oficial del presidente, o cuatro mondadientes pegados con pegamento “Imedio”, el Santísima Trinidad, buque insignia de toda mi Armada.



No sé cuántos años pasé jugando a estos juegos, cuántas fueron las guerras, algunas de ellas incluso perdidas, cuántas las conquistas, cuántos los nuevos territorios descubiertos. Supongo que no fueron tantos; la infancia, aunque el recuerdo nos la haga eterna, apenas dura unos años. Acabé prefiriendo salir a jugar con mis amigos, a pasas las horas de la tarde jugando a fútbol en el parque. Era inevitable. Los atlas, los mapas, las improvisadas cartas marítimas dibujadas a lápiz con trazo infantil, se fueron perdiendo, barridas por lentos expolios. Y al final, como un tremendo maremoto que todo lo asoló, mi padre acabó haciendo una obra definitiva. Un buen día se acabaron los parches de argamasa: en unas semanas alicató todo el patio. Quedó precioso, decían las vecinas, con esos azulejos estilo moruno, y ese arriate plagado de geranios y jazmines. Ya no hubo manera de descubrir nuevas formas en esa dictadura cuadriculada que cubría todo el suelo. Tuve que resignarme, yo que sin saberlo, había sido dueño de toda una Atlántida. Además, mi imaginación daba muestras de agotamiento. Empezaban a surgir nuevas inquietudes, empezaba a descubrir que tras mi mundo imaginado, había otro, que quizás no fuese tan grande, pero que avanzaba implacable.

Dedicado a Alicia,
que un día me regaló un pedacito de su infancia, 
y a mi hermana Sheila,
que fue sin saberlo, alcaldesa de una de mis ciudades inventadas.