domingo, 31 de enero de 2010

    Distinguidos caballeros,


    Hallándome aún conmocionada por el suceso acontecido en este blog no hace mucho, me siento en la obligación de proponer tema, no sin antes implorar (al Cielo o al Infierno), que se emule el episodio del anterior relato, en el que todos cumplimos con nuestra parte del duelo, dentro de los límites razonables de nuestra sequía mental (sequía que, por supuesto, no concierne al señorito Javier).

    El tema de esta semana, queridos míos, es el Delirium Tremens. No creo que surjan muchos problemas respecto a esta materia, ya que muchos de nosotros (tres al menos) somos doctos en el arte de los brebajes etílicos.

    Os quiere,

    Cris (S.A.S.P.)

sábado, 30 de enero de 2010

       No muy lejos de donde se encuentra, alguien está pensando lo mismo que usted. Si está prestando atención a lo que digo, habrá adivinado que alguien como yo está haciendo que la persona que piensa como usted piense como usted. Me basta con mencionar la palabra playa para que usted, el que piensa como usted, y el que induce al que piensa como usted a pensar como usted (y como yo), piensen en una playa.

      Quizá podríamos añadirle unas palmeras, pero eso lo dejo a su elección.

      Me gustaría formalizar nuestra presentación, pero los límites de este folio me lo impiden. La tiranía del papel me dificulta hasta un apretón de manos. Sé que ustedes tres se sienten tan frustrados como yo. Aunque, créanme si les digo que me bastaría con sustituir frustración por satisfacción para que ustedes se sintieran dichosos.

jueves, 28 de enero de 2010

Aunque era un personaje peculiar,...

...,algo insólito en el pueblo, nadie sabía mucho sobre él. El color fosco de su piel, el atrancado acento que arrastraba, hizo desde el principio que todos evitasen su presencia. El nuestro es un pueblo pequeño, tranquilo, acomodado en una vida sin sobresaltos. Todos los vecinos nos conocemos, sabemos del otro en qué trabaja, que hábitos tiene, incluso en el caso del estanquero, qué días y con quién se acuesta su mujer. Por cierto, que a mí me toca mañana, por eso estoy ahora aquí, sin nada que hacer, contándoos esta historia. También esperando a que lleguen mis compañeros para echar la partida de tute. Pero como he dicho antes, hace más o menos un año, “El negro”, no se nos ocurrió otro mote más original para bautizarle, apareció en el pueblo y se instaló entre nosotros. Empezó a colaborar en las chapuzas y trabajos del campo de unos y otros, y creo que así iba sobreviviendo. Extravagante, taciturno y parco en palabras y gesto, nos cayó bien “El negro”. Incluso nos contó la Manoli, así se llamaba la mujer del estanquero, que un par de veces había retozado con él, y que aparte de negro como un tizón, lo tenía grande como una mula, el miembro, digo, mientras extendía los brazos asemejándose a un cristo crucificado. Y qué ojalá todos los del pueblo calzásemos tamaña herramienta y nos moviésemos como él en los escarceos amorosos. El caso es que ni la Manoli, que tanto había intimado con el extranjero, pudo decirnos mucho más sobre él. Decía la Manuela que tras acabar la faena, se quedaba en silencio, con el rabo torcido como un árbol caído, y que permanecía largo rato tendido, con los ojos muy fijos, mirando el techo, y que no hacía nada más. Pasaron los meses, y siguió siendo un personaje reservado, trabajador y flemático. Hasta que una noche cualquiera, él solito, sin que nadie le tirase de la lengua nos contó todo lo que de él queríamos saber. Entró en la taberna, se arrimó a la barra, y pidió una botella de ron, con esa manera tan extraña que tenía de arrastrar las erres. ¿Ron?, pero si allí solo había vino de Abajas y cacahuetes. Con todo, el Indalecio, picoleto retirado que ahora regentaba la tasca del pueblo, encontró una botella de ron perdida en las estanterías y se la alargó al forastero. Le dio un buen buche nada más sentirla entre las manos. Y así continuó toda la noche, bebiendo y bebiendo, y pronto empezó a soltársele la lengua, que es lo habitual cuando alguien traga tanto. “Me llamo tal”, dijo, o pascual, que ninguno de los que estábamos allí presentes entendió muy bien su nombre. “Vine en un barco, después en tren y por último en carromato, hasta este poblacho, de un país muy lejano. Allí dejé a mi mujer, enterrada entre los escombros de mi casa. Un par de años antes, vi como una riada se llevó a mis dos hijos. A mis padres los mataron unos bastardos vestidos de uniforme. Mi país es hermoso, es grande, tiene palmeras, y cocoteros, y grandes cultivos de algodón, y siempre brilla el sol. Sí, mi país es hermoso, mucho más hermoso que este erial en el que vivís vosotros. Pero es un país maldito. La muerte siempre nos llega demasiado pronto. La muerte nos cae de improvisto del cielo, o nos surge de la tierra como un temblor infinito”. Y así siguió durante un buen rato, alternando tragedias con descripciones de parajes maravillosos. Hasta que al final, cuando terminó la segunda botella, se echó a llorar, y eso fue algo que nos sorprendió mucho a todos, porque “El negro”, aparte de ser negro, era grande como un toro, y ver a un hombretón así, llorar como un niño impresiona hasta al más pintado. El caso es que desde esa noche, todos tuvimos más respeto por el extranjero, poco a poco, pudimos tener alguna charla con él, se hacía cada noche más grande el corrillo alrededor de las historias que iba contando. Además, desde esa noche, nadie más volvió a llamarle “El negro”, continuamos sin saber muy bien cuál es su nombre, por eso ahora todos le decimos “EL HAITIANO”.

Dedicado a Carlos Sáez, ese burgales universal, y a esas tierras
norteñas que desgraciadamente tanto desconozco.

martes, 26 de enero de 2010

La Prejubilación de Corto Maltés

El edificio hacía honor a su inquilino, descuidado, escalones de madera gastada, pintura descascarillada… el visitante era envuelto por una sensación de hospitalidad confirmada al cruzar la puerta de su anfitrión.



En cada habitación, las estanterías cedían parte de sus vástagos a mesas donde se apilaban a modo de kilos y kilos de papel encuadernados… Mientras, los rayos de sol penetraban entre las cortinas raídas por el paso del tiempo… Un dulce aroma a café inundaba toda la casa que atraía al visitante hacía la cocina… Con una sonrisa y un gesto con la mano, invitaba a los intrusos a tomar asiento y compartir el dulce elixir negro junto a una inmensa fuente de pastas danesas… Era otoño, la mejor época para el recuerdo…


De repente, el visitante se encontraba envuelto en una atmósfera de serenidad que le hacía olvidar la razón de su estancia allí, el mundo se había tomado un respiro por unos instantes…


Para llevar treinta años sin salir de su enorme apartamento, estaba informado con todo detalle de lo que sucedía más allá de su puerta y eso, sin tener un televisor o una radio para ello. Zelic ofrecía más café al tiempo que arrimaba a la mesa de la cocina licores y delicias turcas. En la estancia principal, entre mesas, estanterías, papeles, mapas, libros y más libros presidía una enorme fotografía de tres por dos metros de una isla del pacífico.

Cualquiera de sus visitantes sacaban la misma conclusión errónea sobre Zelic : “Pobre hombre ¡, Ahí es donde le gustaría vivir “ y miraban a su alrededor el caos ordenado…



Una vez, uno de sus amigos más antiguo, le preguntó :

- Zelic ¿por qué llevas treinta años encerrado aquí? ¿Es miedo, qué es?.

- Amigo mío, creo que no has aprendido nada de tus visitas a mi casa.-Tomó aliento y prosiguió con melodía pedagógica.- Tú llevas viajando a lugares maravillosos el mismo tiempo que yo no salgo de casa y vuelves aquí tras una pequeña estancia en tus paraísos. Yo sin salir de casa vivo en el paraíso, ahí tienes como veo mi casa.- señalando la fotografía.





Dedicado a todos aquellos que siguen buscando sus paraísos.

martes, 19 de enero de 2010

ALBACETE SE MUEVE.

Chicos, ya sé que esto es una intromisión, que el blog es para los cuentos, pero no he podido evitarlo. Y es que vienen a tocar unos coleguillas a Albacete y quiero darle toda la publicidad que pueda (aunque el blog no lo lea ni perry). Se lo merecen porque son bastante buenos.

Bueno, pedidas mis disculpas os dejo la noticia del conciertazo.

REY SOL


DÍA 23 DE ENERO


SALA PUSSY WAGON


A LAS 10:00 PM

ALBACETE,  LA NUIT


¡¡¡El que pueda que no falte!!!



Y tras las juerga, más y mejores cuentos etílicos. Larga vida a Goran Zelig.

sábado, 16 de enero de 2010

EL TEMA DE LA SEMANA ES…

A pesar de los pesares, agua, frío y nieve, esta semana os propongo ante mi falta de imaginación una imagen:





El resto es cosa vuestra…


martes, 12 de enero de 2010

6.521 La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema.






Tenía un profesor de filosofía que además de oler a alcohol y suspenderme citaba constantemente proposiciones del Wittgenstein para zanjar cualquier disquisición a la cual él no era capaz de hacer frente. Fuera por repugnancia hacia su persona o a las proposiciones del austriaco, quedó pendiente de lectura y reflexión. Ahora, tras veintes años y quince kilos más, me puse a leer al famoso filósofo… el cual me pareció tan banal y pedante como mi aborrecible profesor, con el cual jamás aprobé su asignatura…como pasé el C.O.U. es otra historia… Allá donde te encuentres querido Manolo espero que la cirrosis te haya hecho pensar sobre la proposición 6.422 de tu querido Wittgenstein:


“El primer pensamiento que surge
cuando se propone una ley ética de la
forma «tú debes», es: ¿y qué si no lo hago?
Pero es claro que la ética no se refiere al
castigo o al premio en el sentido común de
los términos.
Así, pues, 1a cuestión acerca de las
consecuencias de una acción debe ser
irrelevante. Al menos, estas consecuencias,
no pueden ser acontecimientos. Pues debe
haber algo justo en la formulación de la
cuestión. Sí que debe haber una especie de
premio y de castigo ético, pero deben
encontrarse en la acción misma.
(Y esto es también claro, que el premio
debe ser algo agradable y el castigo algo
desagradable.)”



*Wittgenstein, Ludwig. Tractatus logico-philosophicus. Viena, 1918

LOS CÍRCULOS DE LA PENA (primera parte)

                  Qué quieren que les diga, pero sus trajes me resultan ridículos, no puedo ser respetuoso con ellos, y su baile, me parece igualmente un baile estúpido y carente de ritmo y sentido. Con esos pantalones cortos, en un día nublado, y esos tirantes que tanto destacan sobre sus camisas blancas. No entiendo su ir y venir por la tarima, cargando los bancos sobre sus hombros, me pone nervioso su ruidoso zapateado sobre la madera y su palmeteo sobre los muslos. No me gusta la música del acordeón, los gritos de los borrachos que jalean estúpidamente a los bailarines. Le falta color a ese baile, le falta duende, le falta tantas y tantas cosas. Es como si hubiesen improvisado sobre la marcha ese baile para tener algo que ofrecer a los turistas. Decido no gastar ni una sola foto en ese espectáculo tan extravagante. Sin embargo, a mi alrededor todo el mundo parece divertirse, todos beben y corean a gritos los cánticos. Enormes jarras de cerveza y de sidra circulan de mesa en mesa y de mano en mano y son engullidas con rapidez. Y acabado el baile, una pareja de ancianos, acompañados de una guitarra y el insufrible acordeón, ocupan la tarima y cantan una nueva canción:


La Casa de la Sidra del campo de concentración
es un lugar glorioso y bonito.
A la gente le gusta venir aquí
porque la sidra Spindler es de las mejores.
También comen grandes rosquillas
y se divierten hasta la madrugada.
Una crujiente salchicha a la parrilla
y una buena sidra para acompañar.
El Frellerhof es muy conocido.
Viene gente de la ciudad y del país.
El servicio es bueno y amable.
El dueño nos invita a Schnapps.
Se emborrachará delante de nosotros,
pero sólo hoy, claro.
Hoy se está bien en el Frellerhof, dirán todos.
Hoy se está bien en el Frellerhof, dirán todos.
Hoy se está bien en el Frellerhof, dirán todos.

             “¿O no?” Pregunta uno de los cantantes al finalizar, y todos le responden con un sonoro, “Jaaaa”. Sí. Y es que estamos en el patio del Frellerhof, que creo significa algo así como “la casa de la sidra en la pradera”. El Frellerhof es una sidrería ubicada en una antigua granja, destinada a producir el alimento necesario para el campo de concentración de Mauthausen. También era un lugar donde los oficiales de la SS venían a comer y beber. Lo mismo que hace ahora toda esta gente a nuestro alrededor. Sólo mi acompañante y yo permanecemos con el gesto serio, lo cual incluso despierta cierto recelo entre algunas de las mesas que rodean a la muestra. Pero es que no estamos allí para beber sidra y emborracharnos. El hombre que me acompaña se llama Harald y trabaja de guía en Mauthausen. Es un hombre alto y robusto. Me sorprende que alguien como él, tan fornido, me haya desvelado con tanta facilidad, que llora todas las noches al meditar sobre lo que se hacía en esas instalaciones hace sesenta años. Viste una chaqueta de cuero marrón, una camisa azul y unos pantalones vaqueros, todo muy sobrio e informal, sin aspavientos. Aunque el día está resultando bastante gris, no se ha desprendido ni un solo momento de sus gafas de sol con cristales color sepia, gafas, tras las cuales, he podido adivinar se han deslizado en algunos momentos un par de lágrimas. Me dice, con cierto gesto de estupefacción, que no entiende como puede haber una sidrería tan cerca de un antiguo campo de concentración. No entiende además, cómo la gente puede divertirse con tanta facilidad en ese local. Cómo pueden permanecer tan ajenos a la carga emocional que tiene ese sitio. Gesticula mucho con las manos y mueve constantemente la cabeza de un lado para otro, como negando una realidad que no logra comprender.


                      Me ha llamado para que le haga una entrevista; de algún modo se ha enterado que yo estoy muy interesado en todos los temas relacionados con la segunda guerra mundial, que escribo artículos sobre esto en España. Su llamada me ha pillado por sorpresa, he venido a su encuentro sin saber muy bien qué preguntarle. Pero él habla con mucha facilidad. Yo me limito a permanecer a su lado, simulando que tomo notas de vez en cuando de todo lo que me va diciendo. En realidad no me hacen faltan esos apuntes, tengo muy buena memoria. Se nota que Harald, tiene muchas ganas de hablar, de soltar todo lo que me está contando hoy. De camino hacia aquí, mientras conducía entre bosques frondosos y parajes exuberantes, me ha dicho que es alcohólico, que padece problemas de insomnio, y que cada vez le cuesta más relacionarse con la gente, algo irónico teniendo en cuenta que todos los días tiene que tratar con grupos de más de veinte turistas. Sin embargo, no puede dejar su trabajo, no puede alejarse de este lugar: Mauthausen, que poco a poco le va devorando sin que él pueda saber muy bien porqué. En cierto modo, Harald me parece una especie de santo, de penitente, que está cargando sobre sus espaldas las culpas, los errores y el castigo de todo un pueblo. Todo lo que le rodea, me dice, le parece cuanto menos, irónico. Terminamos nuestras jarras, y abandonamos el bullicioso local. Nos dedicamos a dar una vuelta por los alrededores. Más bien yo me limito a seguir sus pasos, sin saber muy bien hacia dónde vamos, atento únicamente a todo lo que va diciendo. Cada rincón de estos parajes está lastrado con alguna historia obscura. Lo que ahora es una extensa pradera verde, hace décadas fue un campo de fusilamiento. El pequeño hotelillo a la entrada del pueblo, fue a su vez, la estación dónde llegaban los trenes cargados de presos. Harald no deja de suspirar, se muestra cada vez más nervioso e impaciente mientras va desgranando historias macabras, trágicas, inhumanas, ocurridas en estos lugares. Historias sobre las que se han hecho miles de películas y se han escrito miles de libros. Me cuenta que todas las noches esas historias le asaltan en forma de pesadillas: “Llevo años obsesionado con esas historias. Al principio, en cierto modo, intentaba afrontar esas pesadillas como algo positivo. Las volteaba, las desmembrada, las analizaba y acababa contándoselas a los turistas. Era un buen guía, me ganaba a la gente con facilidad, lograba que fuesen conscientes durante el tiempo que duraba el paseo de todo lo que había ocurrido allí. Muchos, al concluir la visita me daban las gracias sin saber muy bien porque. Pero yo me preguntaba. ¿Qué pensarán una vez hayan abandonado el recinto? ¿Cómo afectará esta visita a sus vidas? ¿Servirá esto de algo? ¿Qué deben sentir: remordimientos, pena indiferencia? ¿Durante cuánto tiempo les durará el aturdimiento? Del mismo modo, ahora me pregunto si es lícito que estemos bebiendo sidra en el mismo lugar en el que hace décadas asesinaron a miles de personas. A veces pienso que lo mejor que podemos hacer es cerrar de una vez por todas de este maldito lugar, alejarnos de él y que cada uno tome las conclusiones y lo sienta del modo que crea conveniente. Creo incluso que habría que desalojar el pueblo, dejar a estos muertos en paz, no volver a vivir sobre sus tumbas, hasta que no tuviésemos la certeza de que lo que hacemos es lo correcto. Establecer un perímetro, un círculo de pena en el que estuviese prohibida la entrada. Construir así algo parecido a un templo para la meditación y el recuerdo”.

(Continúa en la 2ª parte).

lunes, 11 de enero de 2010

LOS CÍRCULOS DE LA PENA (segunda parte)

                El ritmo se torna cansino, cada vez andamos más despacio. Siempre un paso por detrás de Harald, continúo en silencio, pendiente únicamente de sus palabras y sus gestos, las primeras cada vez más densas, los segundos cada vez más cansados. Seguimos el callejeo lento, errático, hasta llegar a la puerta de su casa. Realmente Mauthausen es un pueblecito encantador, casas coquetas, callejuelas idílicas, rodeado de paisajes abrumadores. Hay que rascar mucho debajo de sus adoquines para darse de bruces con su pasado. Las preguntas de Harald palpitan en mi cabeza. ¿Es lícito vivir en este lugar? “No me malinterpretes, Goran” me dice ahora Harald. “Entiendo que la gente quiera seguir viviendo. Entiendo que la gente quiera ser feliz. Pero no comprendo como no les patina el alma al querer vivir en este pueblo. No sé qué hace la gente para evitar la bruma y los remordimientos. No sé cómo logran ignorar todos los fantasmas que pululan por estas calles. Vivir no puede ser tan sencillo”.

                Antes de irme, una vez me he despedido de Harald, me doy una última vuelta por el pueblo. He dejado caer algunas preguntas con personas con las que me he cruzado por el camino, pero sólo me han respondido con silencio. La gente que vio lo que pasó aquí no quiere hablar sobre eso. He hablado incluso con una pareja que vive en una casa que perteneció a un oficial de la SS. No parecen darle importancia a ese detalle. Incluso se aventuran a soltar una broma: “En esta casa uno no sabe lo qué va a encontrarse al escarbar en el jardín”. Realmente no sé lo que pensar. No se me ocurre que pueda reprochar algo a esa pareja que vive tan despreocupadamente en la casa de un asesino. Tampoco tengo nada que decirles a los viejos que permanecen en silencio. Pero por otro lado, no puedo evitar sentir algo de comprensión por Harald. Y al igual que él, para alguien como yo, ateo carente de fe religiosa, este pueblo, los campos que lo rodean, también son para mí lo más parecido a santuarios que creo habría que respetar. El hecho de que la gente viva y disfrute tan cerca de un antiguo campo de concentración me parece algo parecido a una herejía. Como Harald, noto la ironía que invade el lugar, pero no puedo comprenderla. Y me resulta muy curiosa la idea de los “círculos de pena” alrededor de esos lugares, aunque, entonces yo me pregunto, y te pregunto a ti: ¿Cuánto deberían medir esos círculos? ¿Dependería su tamaño del dolor que se hubiese generado en ellos? Y también pienso que, si llegásemos a establecer esos círculos de pena por todo el planeta, lugares de penitencia y recuerdo de los errores pasados, quizás no nos quedaría entonces un solo rincón limpio, impune, inocente, en el que seguir viviendo.

martes, 5 de enero de 2010

Buenas Noches, Seattle.



La lluvia ha cesado, una apacible tregua antes que vuelva el Dios de Noé a intentar terminar su último trabajo. El silencio es roto por el teclear de estas palabras, todos duermen, el silencio se despeja de nubes y las estrellas brillan más si cabe por la fría brisa que se levanta. Huele a tierra mojada, el cielo parpadea, la oscuridad… es simplemente… oscuridad.

La tierra sigue girando.

El calendario disfruta de sus últimas horas antes de convertirse en simples recuerdos, transformados a los largos de los futuros calendarios. Es 2010, otra absurda cifra en nuestra cuenta atrás. Es curioso, hace justo cincuenta años Albert Camus murió en uno de tantos accidentes de tráfico. El cinturón quizás lo hubiera salvado…quién sabe. Conducía el director de Gallimard, la editorial, Camus trabajaba como lector para ellos…leía por entonces una obra de María Zambrano, esa desconocida salvo por un docudrama que nos la presentaba como una vieja decrépita interpretada por Pilar Bardem… pobre María, a ver cuando te leen de verdad …

Vuelve la lluvia. Una copita de oporto servirá para terminar lo que jamás tuvo empiezo… Mi gato chino con su mirada pétrea ha dejado de dar puñetazos al aire, la suerte gasta muchas pilas… de repente me asalta la imagen de Camus… cincuenta años ya…

Es extraño como ha empezado el año. En el silencio de la noche todo parece vacío, el invierno no invita precisamente a la euforia pero la calle ya no parece la misma… la gente pasea con cara de crisis y hasta los perros ladran menos… el pensamiento gris triunfa y TVE ya no tiene los anuncios, esos que te dejan libertad para buscar en otras cadenas mientras te dan un respiro a la película petarda de los domingos.

Que no falte oporto…Arrancamos una nueva década en un mundo sin referentes, donde Dios es café con leche y todo fachada, donde España condena a otra generación a empleos de mierda pero eso sí con masteres según Bologna, donde fumar estará más perseguido que el fraude fiscal, donde los jóvenes tendrán una mentalidad más antigua que sus abuelos, donde la tradición venza a regeneración… Donde 2010 parecerá 1898… Al menos esta vez nadie tendrán que volver de Cuba cantando…



FELIZ 1898 ¡¡¡¡