miércoles, 28 de enero de 2009

Buenas Tardes Amigos ¡

Sigue nuestra lucha contra el adormecimiento mental. Esta semana no será una imagen la excusa para escribir…será algo tan simple como complejo …UNA MIRADA.
Escriban pues una pequeña historia sobre UNA MIRADA.

Os deseo suerte y sobretodo que no perdáis el tiempo en esto si podéis perderlo en algo más festivo.

Saludos desde Kutrera

lunes, 26 de enero de 2009

Uno, dos, tres

Uno, dos, tres.


Cuando despierte, todo habrá cambiado.
Usted habrá dejado de ser usted. Todos sus recuerdos desaparecerán.
Su mente ya no será el cúmulo de problemas de cuando usted acudió a mí. Se conformará con despertar cada día y lo cotidiano le parecerá la mayor de las maravillas.


Uno, dos, tres.


Cuando despierte, no recordará a su mujer. Tampoco a sus hijos.
Pero eso no le supondrá un problema. Pronto se habituará a ellos.
Al principio, muchas cosas le resultarán extrañas o absurdas. No se preocupe. Sólo ha de ser feliz.


Uno, dos, tres.


Cuando despierte, no habrán más dramas en su vida. Ni vacíos, ni preguntas. Tampoco respuestas. No las necesita, pues no habrá de cuestionarse nada.


Uno, dos, tres.


Cuando despierte, usted no recordará nada. Y sobre todo, no me recordará a mí.


Uno, dos, tres.


...


Se despertó sobresaltado por los golpes y gritos de mujer que se oían tras la puerta.
No podía recordar nada, ni entendía porqué se encontraba metido en la bañera. Estaba cubierto hasta el cuello de lo que parecía sangre. Entendió que se trataba de la suya propia cuando vio las venas de su brazo y la sección limpia y profunda que las recorría.

Los gritos de fuera se hacían cada vez más intensos y él se encontraba cada vez más aturdido.

Notó al fondo de la bañera el tacto frío y cortante de un objeto metálico. Sin duda, eso tenía que ver.

jueves, 22 de enero de 2009

UN INSTANTE PARA LA ETERNIDAD


“El suicida zagal dudaba entre
tirarse del octavo o del noveno
al final se inclinó por el octavo
donde un día vivió un amor espléndido”
¹


Durante un instante cerró el libro de poemas y quedó abstraído… Volvió a la realidad con el desagradable tono imperativo del capitán: “cuadrante 3.0.1, marquen objetivo y disparen, ¡ Fuego¡”. El tanque se balanceó como una cuna tras el estruendo… luego, en el silencio aún resonaba… “…donde un día vivió un amor espléndido…”.

“midió la simetría de los búhos
y se asombró de hallarlos tan serenos
miró la tierra con su mugre unánime
y el cielo inalcanzable y fraudulento”
¹


Durante un instante recordó las palabras de su abuelo en el lecho de muerte…”La vida es el mayor tesoro que el ser humano posee…no seas un ladrón”…”cuadrante 3.0.6, marquen objetivo y disparen, ¡ Fuego! “…y disparó, en el silencio aún resonaba… “…no seas un ladrón”.

“el piso seis fue escombros y basura
con cucarachas y ratones ciegos
pero en el quinto una pareja dulce
estrenaba las bocas en el beso”
¹


Durante un instante un sudor frío recorrió todo su cuerpo y una imagen toda su alma…Cerró los ojos y se vio…”cuadrante 3.0.8, marquen objetivo y disparen, ¡ Fuego ¡” …pero esta vez no se escuchó ningún estruendo…Todos lo miraron, él los miró. Se quitó el casco, salió por la escotilla y saltó del blindado. Con paso lento se dirigió hacia su casa, se quitó la ropa hasta quedarse completamente desnudo y en su mirada ya no reinaba el miedo…

“la planta baja era el final forzoso
sin pájaros ni amores ni secretos
allí es donde la muerte consabida
recibió al joven cuando era viejo”
¹


Durante un instante, el polvo y el humo no dejaban ver nada. De entre los escombros, un brazo inerte sobresalía marcando a modo de péndulo el final de una vida… y el inicio de otra…





¹ ”Caída” en : Benedetti, Mario. Existir Todavía. Visor Libros: Madrid,2004

EL DOLOR

Al principio de los tiempos todo era felicidad. Creo dios el mundo y como guinda lo llenó de hombres y mujeres. Y pensó dios, en su infinita ingenuidad, que esos hombres y mujeres serían felices eternamente. Para evitarles el sufrimiento creó también dios a Rabindranath, un hombre que acapararía en su alma todos los dolores humanos que fuesen surgiendo. Pero fue tanto el sufrimiento que Rabindranath acumuló en pocos días, que pronto el dolor le traspasó el alma y amenazó incluso en sobrepasar las fronteras de su propia piel. Se le veía pasear nervioso por las calles, con el rostro inclinado, la mirada perdida, las lágrimas apunto de estallar en sus ojos. Sin embargo, esas alarmas que se producían en su cuerpo a nadie parecían importar. Los que se cruzaban con él, intercambiaban unas rápidas palabras de agradecimiento y seguían su camino. Reconocían la labor de Rabindranath, sabían que no sería fácil cargar con el lastre de todos los dolores humanos, pero a la vez Rabindranath les resultaba algo molesto. Ellos y ellas tan felices, ajenos a cualquier pena, y Rabindranath sin embargo, cada día más encogido sobre sí mismo, como a punto de estallar. Rabindranath notaba como poco a poco le iba apartando la gente de sus reuniones y sus fiestas, de sus celebraciones y de sus holganzas, en las cuales su tristeza siempre era mal recibida. Aun así, Rabindranath se propuso ir en busca de la gente. No pedía ninguna solución, sabía cual era su función en el mundo, para que lo había creado dios, y lo asumía en silencio, con sometimiento. Él deseaba poca cosa, sólo un poco de charla, ser partícipe de las risas generales, aunque él no supiese sonreír. Así que decidió acudir a los bares, o a las tabernas, a los hammams o a los zocos, a las iglesias o a las mezquitas; allí donde la gente solía reunirse para ser feliz, allí se presentaba Rabindranath de improvisto. Se acercaba por detrás y colocaba su mano sobre el hombro de algún despistado para reclamar un poco de atención.
Y empezó a ocurrir entonces algo extraño. Notaba Rabindranath, cada vez que colocaba su mano sobre esos hombros desprevenidos, como el peso de su pena acaparada se aligeraba. No entendía muy bien el porqué de esa sensación, pero le resultaba agradable y algo adictiva, así que fue dejando caer su mano sobre cualquier hombro que estuviese a su alcance. Notó como esa sensación de ligereza era aun más perceptible cuando se abrazaba a las personas, cuando el contacto físico era aun mayor. No se dio cuenta, sin embargo, de que algo también ocurría en la persona que tocaba, a la que abrazaba o la que simplemente le había posado la mano sobre el hombro. Esa persona, de repente, se invadía de pena. En cuestión de segundos, toda la tristeza que le pertenecía pero que le había evitado, todo su sufrimiento por los seres perdidos, por los amores contrariados, por los días grises, le estallaba en el centro de su corazón y se apoderaba de todo su cuerpo. Sin saber cómo, Rabindranath, fue traspasando a cada uno de los humanos, el dolor que le pertenecía, a través de sus manos fue dejando en cada persona la pena propia de cada uno. Conforme Rabindranath se sentía más sosegado, más liviano, el dolor fue adueñándose primero de los hombre y mujeres del pueblo, siempre una tristeza certera y precisa, paralela a la persona que invadía, después el dolor llegó a la ciudad, finalmente invadió reinos y continentes. Naturalmente la gente se asustó, acusaron a Rabindranath de ser el trasmisor de alguna extraña enfermedad que les estaba haciendo mucho mal. Decidieron exiliar a Rabindranath a unas montañas lejanas, donde dejase de tener contacto con el resto de los humanos. Sin embargo, cuando tomaron esa decisión, aunque ellos no lo sabían, era ya demasiado tarde: la pena y el sufrimiento se habían adueñado de todo el mundo. Rabindranath mientras tanto llegó a las montañas que serían su morada para el resto de sus días. Desde la cima más alta, miró todos los hermosos paisajes que le rodeaban. Al principio, tanta soledad le produjo cierto recelo, pero Rabindranath, sin saber porqué comenzó a reír, y su risa llegó lejos, propagada por el eco. Rabindranath, desde ese día, fue muy feliz: no quedaba ya en su cuerpo ningún rastro de dolor. Mientras tanto, el resto del mundo se desesperaba, asolado por esos nuevos sentimientos que transformaba sus almas y corazones en eriales. Unos nuevos sentimientos, que, no obstante, les enseñaban el verdadero valor y peso de la vida. Descubrieron esos humanos, que ese nuevo dolor que les había sido traspasado era inevitable, que eran cientos e imprevisibles los motivos por los que podía surgir. Eso sí, averiguaron que había ciertas formas de combatirlo, de diluirlo, de hacerlo más soportable: bastaba el gesto sencillo de poner la mano en el hombro de alguien o de darle un abrazo.

martes, 20 de enero de 2009

COMIENZA LA LUCHA

Buenos, amigo y amiga, cris y wie wu, aquí lanzo el primer reto, el primer empujoncito para tantear y poner a prueba nuestra inspiración y nuestra habilidad con la pluma, (o el procesor de texto). Aquí comienza el intento de hacer rodar la idea original de este rinconcito literario, que no es otra que el burcarnos las cosquillas, literariamente hablando, y ver hasta dónde podemos llegar, que atrocidades verbales somos capaces de sacar de nuestras cabecitas locas. En fin, amigos y compañeros de armas. Las normas ya las sabeis: una semana de tiempo, un solo folio A4, letra Tipes New Roman a tamaño 12 y muchas muchas dosis de originalidad. El tema, pues bien, ya que soy yo el primero en lanzar un reto, se me ocurre por ejemplo, escribir un cuento sobre la foto que dejó Cris ha ce unos días, la de la mano a modo de péndulo. En fin chicos, os deseo suerte, os hará falta mucha, para vencerme en este primer combate. Nos vemos aquí, con nuestras mejores palabras, dentro de una semana. Ah, ¿quién será el ganador? Eso, podría decidirlo nuestros lectores, que ahora no son muchos, pero atraídos por la sangre que en siete días derramaremos, pronto serán multitud...


Bueno, kamikaces de las bellas artes, ¿a ver qué se os ocurre con esto?

lunes, 19 de enero de 2009

AVISO A LOS DUELISTAS

Hidaldos sefardíes y cristianas damiselas, sean estas palabras para vuesas mercedes como un latigazo con mi guantelete en todos vuestros morros, pues havéis de saber que mañana, a esta misma hora, pondré en este blog, la frase, palabra, idea o imagen, aún no lo tengo muy claro, que de lugar a facer a tres cuentos o relatos, uno por cada diestra, a saber, la de Cristina, la de Javier y la mía propia. Id pues afilando vuestras plumas, alimentando vuestra imaginación, desempolvando vuestras metáforas, pues os declaro en este preciso momento que nos resultará fácil batirme en este primer combate al que ahora os reto...Todo sea por la gracia y gloria de Dios.

Queda escrito y dado en la provinzia deAlbacete, Reyno de Espanha, a 20 de enero del año del Señor de MMIX

LOS AMANTES


¡Cuántas farolas,
cuántos rincones,
cuántas aceras,
cuántos portales,
cuántas puertas
y ventanas
nos señalarán con
sus volutas de hierro,
enderezarán sus huecos,
recogerán sus adoquines
parpadearán sus puertas
y persianas
al vernos pasar…!

Al vernos pasar,
murmurarán en su idioma añejo,
se volverán bermejas las fachadas,
se torcerán los destellos,
pues recordarán como algunas noches
nuestros labios,
nuestros ojos,
nuestros dedos y
nuestros sexos,
se amaron furtivos
escondidos
únicamente
tras sus tácitas pieles
de madera,
oscuridad
metal o
barro...

Dedicado a Celia y a las calles del Albaycín...

SEGUNDO RENACIMIENTO

I


Llegaste en plena disconformidad con mi existencia,
cuando tenía agotadas todas mis incertidumbres.
Con un beso en abril desmantelaste todas mis erróneas nostalgias,
desvaneciste mis versos contrariados,
hiciste que desdeñara todos los silencios de la lluvia
acaparados torpe y dolorosamente desde mis albores,
que recogiese la habitación de mi infancia,
te erigiste como germen y designio de mi renacimiento.


II

Ahora me apremias a que olvide mi pasado,
duro lastre de mis aspiraciones a deidad,
me dices que está cargado de jornadas cansinas e infructuosas,

de momentos tediosos e inservibles,

me recuerdas que está repleto de caminos discordantes,

que está saturado de pujanzas ingenuas y suicidas

que sólo han servido para estorbar mi pensamiento,

humillar mis poesías,
tildar mis creencias.

III

Me has susurrado al corazón mi condición humana,
rebajado el punto de mi
ra de mis anhelos,
y me has demostr
ado que el amor es ese gran acicate para el alma,
que desdibuja hasta el olvido
todo el tiempo perdido.

Me has enseñado a impregnar todas mis expresiones
con la agradable ignorancia de
un recién nacido...

Dedicado a Celia, escrito en Granada


lunes, 5 de enero de 2009

EL ARMA DEFINITIVA

Escribir como quien provoca un vómito. Eso es lo que voy a intentar hacer ahora. Necesito contar la historia de mi pueblo. Un pueblo tranquilo, pequeño, modesto, agazapado, aunque mejor sería decir escondido, tras altas e inaccesibles montañas. Un pueblo pacífico, habitado por seres tenaces, discretos, trabajadores que todas las mañanas acudían al campo a continuar con la siembra, o al bosque a talar algunos árboles, o a la panadería, para seguir cociendo la masa, o a la pequeña mina de carbón, para extraer algunos cubos de mineral con los que llenar las chimeneas y prepararse para el invierno. Un invierno, como ocurre en todos los pueblos pobres, que siempre resulta demasiado largo. Un inverno, el de este año, que hasta días antes, no supimos que sería el último que llegaría a nuestro pueblo. Un invierno que vino este año en forma de ventisca y aguaceros, de lluvias y noches que amenazaban con ser eternas, pero que vino también en forma de soldados y explosiones, uniformes extraños sedientos de muerte, tanques grises y pánico, sobretodo mucho pánico.

Recuerdo cómo se propagó rápido el grito de alarma por todas las calles, y ya en las calles, por todas las casas, y ya dentro de las casas, por todos los rincones. “¡Qué vienen los invasores!¡Qué vienen los invasores!” Las mujeres salían de sus moradas con gesto asustado, las caras sudorosas, las manos envueltas en trapos o frotándolas nerviosas contra sus faldas o mandiles. Fueron agrupándose en la plaza, mudas, la mirada ansiosa pero en silencio. Junto a ellas fueron llegando sus hijos y maridos, que regresaban de los campos, de los bosques cercanos, de la panadería, de la pequeña mina. Ellos también habían visto aparecer al mensajero y corrieron tras de él. Todos se colocaron en torno al extraño que había llegado voceando el fatídico aviso. Apenas un muchacho desarrapado, exhausto, de ropas ajadas por el camino, inclinado y con las manos apoyadas en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Estaba agotado, parecía venir de muy lejos. Llevaba en la mano un fajo de panfletos, que al poco, cuando se percató que todo el pueblo estaba rodeándolo, pendiente de él, empezó a repartir entre las personas que tenía más cerca. Cuando se quedó sin papeles, se escabulló del gentío y se fue sin decir nada más. En las hojas que dejó todo estaba muy claro: el país estaba en guerra. Nuestro país, nuestro pequeño país, que algunos imaginábamos no mucho más grande que nuestro pueblo.

A los pocos días de producirse el anuncio, empezaron a llegar las primeras señales de esa guerra repentina que se estaba desencadenando no sabíamos muy bien dónde ni porqué. Jirones de realidad atravesaban nuestras calles en forma de soldados derrotados, con los rostros vendados y los uniformes desechos. Algunos, incluso, con piernas o brazos amputados, debían ser llevados a hombros por sus compañeros, gimiendo constantemente de dolor. Al principio nos resultaban seres extraños, incluso ajenos, aparecían por un extremo del pueblo, y, renqueantes y silenciosos, con los rostros escondidos, cruzaban la calle principal y salían por el otro extremo. No sabíamos muy bien a dónde iban. Nunca más volvimos a verlos.

Un día por fin, algunos, nos acercamos a uno de esos soldados. Queríamos saber cómo iba la guerra, si esta estaba cerca, o qué podíamos esperar nosotros. “La guerra va mal, muy mal” “Nos están derrotando, perdemos todas las batallas, acaso no veis cómo huimos” “Nuestro ejército es pequeño, y ellos asesinos poderosos, traicioneros” “¿Están cerca de aquí?” “No, aún están lejos, pero pronto los tendréis encima, vienen en esta dirección. Vienen desde todas las direcciones” “¿Qué podemos hacer?” El miedo se iba encajando en nuestros rostros, conforme el soldado ratificaba todos nuestros temores. “¿Qué que podéis hacer? ¡Ilusos, no podéis hacer nada! Huid con nosotros o quedaros para rezar y después arder con vuestras casas”. Nos miró con pena, se deshizo de nuestra mirada de impaciencia y continuó su marcha, susurrando en voz queda “Lo siento, lo siento, lo siento…”

Extrañamente, tras este breve encuentro, no cundió entre nosotros el desaliento. Había estupor, eso sí, también cierto desengaño. Durante algunos minutos nos miramos en silencio, preguntándonos con la mirada qué haríamos ahora. Alrededor de nuestro pequeño grupo se fueron juntando el resto de hombres del pueblo. No hizo falta que nos preguntaran nada para confirmar lo que nos había dicho el soldado. ¡¡Lucharemos!! gritó alguien. ¡Sí, lucharemos! repetimos a coro. Y esas fueron las únicas palabras que se escucharon en el pueblo esa tarde. Poco a poco, el grupo de hombres se fue disolviendo y cada uno retornó a sus casas. Querían hacer el amor con sus mujeres, abrazar a sus hijos, beber con sus hermanos. Querían al fin y al cabo despedirse de todos sus familiares porque al día siguiente todos irían a luchar. Nadie habló en el pueblo esa noche. Curiosamente, desde que aparecieron las primeras sombras de la guerra acechando nuestra vida tranquila, los silencios y los ojos vidriosos decían más que las palabras.
Nos fuimos entonces a las montañas. Si había una oportunidad de detenerlos era en las montañas. Los caminos allí, sabíamos que eran abruptos, penosos y estrechos. Tardamos un par de días en llegar a ellas. Aún así, desde la cima, todavía podíamos divisar en el fondo del valle nuestro pueblo. Muchos era la primera vez que salían de él y lo contemplaban desde tan lejos. Cargados con nuestros improvisados petates y utensilios de trabajo la marcha resultó muy lenta. Casi nadie llevaba armas, sólo aquellos que habían encontrado algún fúsil, alguna pistola o un cuchillo, abandonados por los bordes del camino. Dudo que alguno supiese cómo se usaban. Cada cual, aparte de un atillo con algo de ropa, mantas, algo de comida y agua llevaba consigo el que hasta hace unas semanas era su habitual herramienta de trabajo; esas eran nuestras improvisadas armas. Jonás, el leñador, su hacha, Damián, labrador, un par de azadas bien afiladas, Djivan, un pico, siempre escoltado por sus tres hermanos, mineros como él. Resultaba triste comprobar el ritual que Yarto, el maestro de música, desplegaba en cada parada que hacíamos. Yarto se alejaba un poco del grupo, buscaba una piedra en la que sentarse y comenzaba a frotar su flauta contra el suelo, en un vano intento de afilar su boquilla y convertirla en una rudimentario cuchillo de madera. La misma flauta con la que amenizaba todas las fiestas, y que ya no volveríamos a escuchar. Todos le mirábamos en silencio, sin a atreverle a pedir que parase, pues su empeño en transformar la flauta nos iba invadiendo de cierta desesperación. Siempre cerraba el grupo Kirlian, el bibliotecario. Cargaba desde que salimos del pueblo un enorme baúl. Era un personaje espigado y enclenque y más de una vez pensamos que acabaría quebrándose la espalda. No dejaba que nadie le ayudase a llevar su carga, y cuando alguien le preguntaba, con cierta sorna, qué que era lo que llevaba en ese enorme cofre, el respondía siempre lo mismo. “Llevo el arma que nos salvará a todos. Aquí dentro guardo el arma definitiva”. De todos los que estaban allí, Kirlian era el único que no había nacido en el pueblo, y todos pensaban que estaba un poco loco, simplemente por el hecho de haberse venido a vivir a un rincón tan pobre y apartado de todo. Reíamos a carcajadas con su respuesta. “¿Cuándo nos vas a enseñar ese arma tan poderosa, Kirlian? Dime que es y así no tendré que cargar con esta pala montaña arriba”. “Lo sabrás a su debido tiempo”. Esas risas nos reconfortaban a todos.

Cuando por fin llegamos a la cima nos pusimos a trabajar inmediatamente. Como un chacal, el aliento de la guerra acechaba nuestras nucas. Memorizamos palabras como defensa o emboscada, sin saber muy bien qué significaban y empezamos a cavar trincheras, a rodearlas con sacos terreros, a levantar barracones y casamatas allí donde el terreno era más inaccesible. Todo con una inercia inaudita. Y esperamos. Esperamos durante varios días. La guerra estaba ya cerca. La sentíamos cada vez con más fuerza frente a nosotros, en forma de explosiones, ceniza, y un olor a podredumbre que lo aplastaba todo. La niebla de la mañana se fue para dejar paso a una humareda eterna e infinita. Apenas podíamos ver nuestros rostros, apenas se adivinaban entre las nubes de tierra la silueta de los cuerpos aplastados contra el suelo, agarrando fuerte los fusiles, las pistolas, las hachas, los picos y los azadones. Intuíamos también la sombra de Kirlian, que se pasaba los días abrazado a su baúl.

Nada más comenzar la batalla nos dimos cuenta de lo ingenuos que habíamos sido. De lo precarias que eran nuestras defensas y cómo se vendrían abajo como castillo de naipes. Un agricultor cava surcos, un minero cava montañas, ninguno de los dos sabe cavar trincheras. El enemigo era poderoso, y muy numeroso. Empezaron a bajar de la montaña voces, que se transformaron en sombras y más tarde, cuando estaban encima de nosotros, pasaron a materializarse en soldados. No dejaban de dispararnos, de rodearnos con un ruido atroz. Sólo podíamos permanecer tumbados en nuestros agujeros, escupiendo la tierra que nos entraba en la boca cada vez que una bala saltaba cerca. Nos dimos cuenta de que la batalla estaba perdida mucho antes de haber empezado. Nos pasarían por encima sin darse cuenta siquiera que nos estaban pisoteando. Sin embargo, cuando ya algunos intentaban levantarse para salir corriendo montaña abajo, alguien gritó: “¡¡Kirlian está abriendo el baúl!!” Y todos, rodeados y empujados por una repentina y extraña esperanza nos dirigimos hacía donde estaba el bibliotecario. Formamos un círculo alrededor de la enorme caja, para no perder detalle del milagro que estábamos seguros iba a surgir de ahí. Kirlian abría el baúl muy despacio, aunque tampoco permitió en ese momento que nadie le ayudara. Por fin la tapa cedió y cayó hacía un lado. Nos inclinamos todos a la vez para ver descubrir por fin qué es lo que había en su interior, y nos quedamos estupefactos. El baúl estaba lleno de libros. Kirlian, el bibliotecario, había cargado hasta la cima un baúl lleno de libros.”¡¡¡Sólo hay libros. Maldita sea Kirlian,!!! ¿qué quieres que hagamos con ellos?” El nos miró sin comprender lo que le estábamos preguntando. Simplemente se inclinó sobre el baúl, cogió uno de los libros y lo arrojó contra uno de los soldados enemigos que ya asomaba la cabeza por nuestra trinchera. Cogió otro y se abalanzó contra un segundo soldado que aparecía detrás del primero, se encaramó a su espalda y comenzó a golpearle en el casco, en la nuca, en el pecho, golpeó y golpeó hasta que el libro se deshizo y deshojó completamente. Y todos corrimos tras él, cada un enarbolando un libro en la mano. Yo no llegué muy lejos en mi carrera, abatido por un culatazo traicionero. Mientras caía, pude observar por última vez el pueblo. Algunas de sus casas, estaban ya siendo devoradas por las llamas. A mi alrededor, comenzaban a llover trozos de papel manchados de sangre…

……………

Dentro de un rato estaré con la frente apoyada en la única pared del pueblo que queda en pie, esperando a que me fusilen. Al menos me han concedido mi último deseo. Les pedí un lápiz y unas hojas. Las hojas que me han traído han sido arrancadas de los libros que llevó Kirlian a la batalla. En ellas escribo ahora cómo fueron los últimos días de mi pueblo.


Julián María Guzmán Tapia
Chinchilla de Montearagón, 2 de octubre del 2008

jueves, 1 de enero de 2009

CONTE D´HIVER

Enrique no puede dejar de mirar a Ana. Está preocupado porque ha notado desde el primer momento que ella no está a gusto. Desde hace rato no participa en la conversación, en realidad no ha hablado en toda la noche, y no deja de levantarse para ir a la cocina o al cuarto de baño. Cada vez sus ausencias son más largas y cada vez vuelve con una expresión más agotada. Quiere decirle con algún guiño que tenga paciencia, que esta charla no puede durar mucho más, que tarde o temprano se acabará el vino y se desgastarán los argumentos. Sus amigos, sin embargo, no parecen notar la tensión que se ha creado entre ellos dos. Se le olvidó que esta noche tendrían invitados y eso parece que la ha contrariado. Sabe lo que eso significa. Cuando todos se vayan, tendrán una discusión. Como casi siempre, él no sabrá que decirle, quizás vuelva a recurrir a algún libro de poesía para leerle alguno de los versos que más le gustan. Ana es tempestuosa, imprevisible y sobre todo irracional. Ningún argumento vale con ella cuando está enfadada; además en esta ocasión, su irritación estará justificada… Él tenía planeado una velada distinta para esta noche, algo mucho más íntimo. Ellos dos, solos, sentados en el suelo, con las espaldas reposando en el sofá y comiendo lo primero que encontrasen en la nevera. Escuchando música, bebiendo vino, charlando blandamente, casi sin dar importancia a las palabras, cediendo por fin, lentamente al deseo, para acabar haciendo el amor sobre la moqueta del salón, y al terminar, al derramar su cuerpo sobre el de ella, decirle al oído lo mucho que la quiere. ”Ana, te quiero”. De hecho, piensa Enrique, eso será lo primero que le diga cuando se vayan sus amigos. ”Seguro que así, al menos, podré evitar la discusión”.

“No sé cuánto tiempo llevan hablando”, piensa Ana. Para mantener una expresión interesante y no parecer demasiado ausente, intenta memorizar todos los nombres y todas las citas que se han mencionado desde que empezó la charla. Es una tarea imposible, agotadora, pero al menos le permite mantenerse callada. Si hace algún tipo de asentimiento o cualquier otro gesto corre el peligro de que alguno de los presentes interprete eso como una pregunta, o peor aún, como un callado reproche, y le exija una respuesta. Cuando se levantaron de la mesa de la cocina, con las copas en la mano, casi al unísono y con gesto que parecía ensayado, para dirigirse al salón, ya llevaban hablando un buen rato de temas inalcanzables para ella. En ningún momento de la charla ha sabido muy bien sobre qué estaban conversando, y cuando por fin creía entender algo, parecían ponerse de acuerdo para variar el tema, dejándola a ella completamente desamparada, oculta tras su frágil silencio. Mira a Enrique, mira al resto de tertulianos, intenta encontrar en alguno de ellos, algún detalle, alguna mueca diferente que la pueda mantener entretenida durante unos minutos. En realidad está tan aburrida que no le importaría pasarse horas mirando un mechón de pelo, una ceja torcida o una mancha de vino sobre cualquier doblez de la ropa. Ha intentado espaciar lo máximo posible sus visitas al aseo. Una vez en el cuarto de baño, ha permanecido, durante lo que le parecían horas, sentada en la taza del váter d
ejando vagar su mirada por todos los rincones del pequeño habitáculo: por la repisa de cristal repleta de botes de colonia, desodorantes, un par de maquinillas de afeitar, un vaso de cristal con tres cepillos de dientes, por los pliegues de la cortina que oculta la bañera, por todas y cada una de las baldosas del suelo y del rodapié… Ha vuelto por fin al grupo, con gesto distraído, amoldándose blandamente la melena y siempre ha sido recibida con la misma frase: “estamos hablando ahora de…” o “Enrique opina que…” También ha ido varias veces a la cocina, ha recogido la mesa con parsimonia, casi con deleite, ralentizando sus movimientos al máximo, doblando servilletas con un esmero casi religioso, como si estuviese guardando unas reliquias, sopesando como obras de arte cada vaso que iba colocando en el fregadero. De vuelta a su silla, en el rincón más apartado del salón, descaradamente alejada del centro invisible al que parecen ir dirigidas todas la opiniones, observa a Enrique y se da cuenta de que cada segundo que pasa, confirma la decisión que ha tomado hace unas horas y que venía a comunicarle esta noche. No sabía que este tenía invitados, y que estos le iban a obligar a sufrir esta espera tan penosa. Sus miradas se han cruzado varias veces, y ha podido descubrir en él un atisbo de compresión, pero por otro lado, maniatado por su papel de anfitrión ha comprobado que Enrique es incapaz de abreviar temas, de acortar razonamientos, y casi como ella, lleva un buen rato dejándose llevar por la palabrería de unos y de otros. Él interviene cada vez menos en los debates y rencillas que van creándose, pero eso no parece suponer ningún tipo impedimento para el resto de invitados. “Todo es tan arquetípico” piensa ahora Ana, “tan vulgar, tan desfasado, incluso tan previsible” apuntilla. Todos llevan similares jerséis de lana, con ligeros cambios en la tonalidad, pero con los mismos cuellos vueltos y remangados hasta el codo. Todos llevan un cigarro en la mano derecha y una copa de vino en la izquierda. Sólo sueltan la copa para encenderse otro cigarro; mientras acercan el mechero a sus labios no dejan de asentir o arquear las cejas, y cuando les toca el turno de hablar, agitan la colilla humeante como si llevasen un estandarte, casi con gesto de amenaza, con cierta ostentosidad. A sus pies comienza a acumularse algo de ceniza y se multiplican los goterones de alcohol. Pero eso a Ana, esas manchas que mañana no tendrá que limpiar, es lo que menos le importa ahora. Le empieza a agotar el número indeterminado de veces que ha escuchado palabras como "unitiva", "intransigente", "Pasternak","psique", "bolchevique", o, y esta es la que más le desconcierta, porque le parece que al menos tiene una sonoridad hermosa, aunque desconozca su significado, "entelequia"… Ana al fin, sobrevive arrastrando la mirada por los lomos de los libros que cubren todas las paredes de la habitación en la que están, ladea a veces la cabeza, en un vano intento de leer algunos títulos. Hay libros también formando columnas por las esquinas, arrojados por el suelo, reposando sobre las sillas o en las repisas de las ventanas. La avalancha no se detiene en el salón, pues el resto de habitaciones están tomadas igualmente. Ana recuerda lo mucho que le sorprendió ese detalle la primera vez que entró en esa casa. Por mucho que miró por encima del hombro de Enrique, mientras le besaba, no descubrió en alguna de las paredes de las habitaciones que iban pasando, sin despegar sus cuerpos, algún hueco libre en el que hubiese una foto familiar, o cuadros representando bodegones, o al menos algún espejo o un simple almanaque. Recuerda incluso lo cómico que le resultó el descubrir, cuando ya habían llegado al dormitorio y Enrique estaba tumbado sobre la cama, al inclinarse sobre él para empezar a lamerle la polla, medio tapado por su cadera, un libro abierto con poemas de un tal Pedro Salinas. Mientras balanceaba su cabeza rítmicamente no podía evitar entreabrir de vez en cuando sus ojos y leer algún verso. “Me quieren, me acompañan. Nos vamos… por los claustros del agua, por los hielos de flotantes, por la pampa…”Ana no pensaba que iba a leer alguna vez poesía y menos que iba a hacerlo en esas circunstancias. Con todo, recuerda que esas palabras le parecieron bonitas y casi estuvo tentada de detener su tarea y pedirle a Enrique que alzase el culo para pasar a la página siguiente… Ana piensa lo mucho que le gusta lo bien que habla Enrique. Pero rectifica inmediatamente y recuerda también, lo mucho que le ha irritado siempre el que en cada charla con él, en cada discusión que han tenido, éste siempre acabase yendo hasta algunas de las columnas de libros, para extraer alguno de ellos, abrirlo por alguna página, leer un párrafo y creer que esas palabras eran el colofón adecuado a lo que habían hablado. “¿A qué libro recurrirás hoy cuándo te diga lo que he venido a decirte?”. “¿Cuándo te diga esta noche, Enrique, que ya no te quiero…?”.