Quiero


Y llegaron los meses de espera y hastío en el Campo de la Paciencia, en el Campo Océano. Fueron meses cuyos días eran como lápidas para nuestro ánimo, allí atascados en mitad de la nada. Intentábamos no pensar, ignorar a la muerte que tanto nos rondaba en forma de ventisca, o de sima oculta bajo la nieve. Jugábamos partidos de fútbol, organizábamos carreras de trineos, salíamos a cazar focas o nos pasábamos horas y horas reorganizando nuestros escasos víveres. Pero sobre todo, durante esos meses de aguardo y enflaquecimiento, lo que más nos gustaba era verte soplar y soplar tu armónica inutilizada.
Hubo por fin algunos días cálidos. Los hielos se abrieron y pudimos echar al mar los botes que aún nos quedaban. Pero tampoco el mar se apiadó de nosotros. Estuvo azotando constantemente nuestras frágiles embarcaciones. Fueron muchas las veces que pudimos zozobrar, antes de arribar desesperados a la Isla Elefante. La Isla Elefante era un lugar remoto, deshabitado, pero al menos era tierra firme. La primera tierra de verdad, y no hielo, que pisábamos después de los que nos parecían años de penuria y errática huida de la muerte. Decidió entonces Shackelton dejarnos allí y partir en el único bote que aún permanecía servible. En alguna isla cercana se toparían con algún ballenero que vendría a rescatarnos. Junto a él irían Worsley, el navegante, Crean, Mcnish, Vincent, McCarthy y Timothy. No sabíamos si la suerte era emprender el viaje en ese bote tan flaco o era permanecer allí, esperando. Para los que nos quedamos, volvieron los meses de monótona alerta. Permanecíamos días enteros acurrucados bajo los restos de los botes, apretados unos contra otros, sin hablar, casi sin movernos. Afuera, al otro lado del carcomido casco de madera, azotaban furiosos los vientos y las tormentas. Nos llegaba a veces el lastimero gruñido de una morsa y alguno salía a ver si le daba caza. Y siempre la niebla envolviéndonos, y siempre el olor a sal penetrando en nuestras entrañas, y siempre la humedad anclada en nuestros huesos, y frente a eso, frente a esa desesperación que nos acechaba con mil caras diferentes, sólo teníamos a Hurley. El bendito Hurley, que sentado en una piedra, cubierto por una manta, seguía bufando a su armónica, balanceándose adelante y atrás, extraño contoneo para esquivar el frío, y siempre, siempre, zapateando para marcar el compás de esa canción taciturna.
Ocurrió el milagro y Shackelton volvió un día a bordo del Aurora. Regresamos por fin a Inglaterra, sólo para darnos cuenta de que el mundo entero estaba sumido en una gran guerra. Salimos de un infierno de hielo para darnos de bruces con un infierno de fuego y hierrro. Nadie se percató de nuestro regreso, todos estaban inmersos en esa colosal contienda. No hubo para nosotros fiestas de bienvenida, ni loas para los héroes que no habíamos logrado ser. Regresamos vivos pero sin haber logrado nuestro objetivo, y eso nos desacreditaba para la historia. Uno a uno fuimos movilizados y enviados a los frentes de Bélgica, Francia o Anatolia. Pronto perdí el contacto de los que habían sido mis compañeros durante un par de años. No sé cuántas fueron las horas, los días, las semanas que pasé acurrucado en mi parapeto, ajeno al barro y al estallar de los obuses y pendiente únicamente de si desde alguna trinchera cercana me llegaba por fin, el sonido de la armónica de Hurley.
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Esta historia no acaba aquí sin embargo. Pasados muchos años, muerto Shackelton, muerto Hurley, muerto también quien escribió este testamento; casi olvidados ya los nombres de los hombres que formaron la malograda expedición Endurance, se celebra en el Museo Histórico, Antropológico y Etnográfico de la ciudad de Holguín, en Cuba, una exposición sobre la conquista de los polos. En ella se exponen pues lo típico de las exposiciones de ese tipo: paneles con datos, fotografías y también algún que otro objeto que perteneció a alguno de los intrépidos exploradores. Junto a unos patines que alguna vez usó Admunsen, casi olvidada, está la armónica de Hurley, que desde hace unos días, por culpa de un fallo en el sistema de refrigeración del museo, está continuamente goteando. Comenzará esa armónica un buen día, desatascada al fin, a dejar escapar antiguas melodías marineras. Estará sonando durante meses y nadie sabrá el porque de esa misteriosa, repentina y continua cantinela. Nadie sabrá tampoco que lo que está sonando de modo espontáneo son las canciones que Hurley iba soplando y que ahora, con la armónica descongelada, tienen por fin salida.
Dedicado a Ik Houd Van U
4 comentarios:
Me encanta este relato, pero me gusta mucho más verte enrolado en esta aventura de la literatura, ya sabes que ese mundo nunca será una expedición, esa es la magia...gracias por ser así.
…Do-Mi-Re-Re-Do…
Gracias anónimo por leernos y dejarnos un comentario...un saludo estés dónde estés y seas quién seas...
Anoche leí este cuento, pero en formato noble. En su día se me pasó aquí. No sé si habrán influido la tinta y el papel, pero es de los que más me ha gustado. Y me ha parecido, además, un muy buen arranque para tu libro
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