Paseaba por Central Park con la mirada perdida, lenta en el caminar, vacía en su pensar. Los rayos del Sol se filtraban a través de las ramas de los árboles que cubrían todo el camino a modo de cielo protector. Clara y limpia, la luz acariciaba su rostro a cada instante entre paso y paso.
El verde era más verde y la naturaleza se resarcía con la exuberancia de la extinción urbana. El aire era limpio y el olor a tierra húmeda hacía sentirse parte de una naturaleza jamás conocida. En cuarenta años entre rascacielos y asfalto, nunca conoció nada más salvaje que el bramar de los taxistas en la Quinta con Madison. Era finales de primavera, la época donde en Nueva York se puede pasear cogido de la mano sin sentirse estúpido.
Puntualmente, ciclistas y futuros abonados a cardiopatías agudas, la adelantaban con el mismo estrés con el que tomaban el metro todas las mañanas para hacer un viaje de no retorno. De vez en cuando se paraba en unos de los rayos, cerraba los ojos y dejaba que recorriera sus mejillas de porcelana, girando la cabeza para que aquellos templados dedos la acariciaran . Sus manos, las abría a modo de extensión de aquella fuerza que le invadía con la sencillez de un rayo de sol. Abrió los ojos , por un instante quedó observando como el mundo seguía girando y a los lejos… le vio.
Era finales de primavera en Nueva York, cuando se puede pasear cogido de la mano sin sentirse estúpido…
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