Como todas la mañanas el taxista, antes de empezar su jornada, limpia su coche. Varsovia crece con rapidez y desorden y muchas de las calles de los barrios marginales están todavía sin asfaltar. El barro lo invade todo y las salpicaduras en el coche son constantes. Aún así, todas las mañanas, el taxista limpia su coche con esmero. Arroja varios cubos sobre la carrocería y luego le pasa un trapo con cierta parsimonia. Realiza su trabajo con tanta aplicación, con tanta lentitud, que todas las mañanas, antes de finalizar su tarea, tiene a varios clientes esperando. Por último aplica un poco de cera en las partes en las que la pintura amenaza con deteriorarse más pronto. Extrae la cera de un tubo pequeño y la extiende con otro trapo, trazando pequeños círculos. Se monta por fin en el coche y con ese mismo trapo, frota descuidadamente el salpicadero y la tapicería de los asientos. Por fin, arranca el automóvil y comienza a recorrer la ciudad. Ignora a quienes estaban esperando a que acabase su trabajo de aseo. Algunos salen a correr detrás de él, pensando que ha sido sólo un despiste. Nunca se para, en esa primera hora del día, a recoger a alguien. Los clientes le increpan, amagan el gesto de arrojarle algo, pero él se limita a devolverles a través del espejo retrovisor, una ligera sonrisa, que probablemente nadie de los que corren tras él aprecie. Comienza a circular por las calles de la ciudad siguiendo siempre el mismo recorrido. Siempre le salen al paso los mismos edificios, con viejas fachadas como fuentes derramando sus tonos sepia sobre el cielo. Un cielo gris, austero, cargado de nubes, pesado y triste como un trozo de granito. Los ruidos que empiezan a rodearle son también opacos y metálicos, decadentes. Abundan los chirridos, el lamento del óxido y del deterioro, el traqueteo cansino y agonizante de los tranvías con los que se cruza por las calles. Observa mientras maniobra despacio a los obreros que van a la fábrica, con sus gorras de lana, embozados en sus abrigos y con el cigarro temblando entre los labios. Observa también a las viejas, cada día más encorvadas y torcidas sobre sí mi mismas, como queriendo agazaparse dentro de su propio corazón, que van a comprar a las tiendas. Se cruza por último con los coches de la policía y los camiones de reparto, conoce a algunos de sus conductores y les saluda con una leve inclinación de cabeza. Nunca abre la ventanilla ni habla con nadie. Siempre hace demasiado frío y este lo invade todo con demasiada rapidez. Piensa entonces que él no se merece la tristeza que le rodea. Nadie con los que se cruza, en realidad, se la merece. Varsovia ha demostrado muchas veces ser una ciudad valiente, sin embargo, todo en ella, sabe y recuerda a derrota. Una derrota que vuelve cada mañana a derramarse por todos los portales, a colarse en todos los rincones, a hacerse omnipresente e irremediable. Algunas veces, el taxista se cruza con aficionados del Legia que vuelven de algún partido. Son vocingleros y retornan a sus casas con cierto ánimo, pero van en grupos reducidos y muy apretados unos contra otros, es esa su táctica para vencer el frío. El taxista ve, descubre con estupor, como los colores rojos, verdes y blancos de sus banderolas y bufandas tienen también una inevitable tendencia a volver al gris. El taxista llega por fin a su primer destino. En la esquina del parque le espera siempre el mismo perro. El taxista odia a los gatos, dice que son traicioneros, “como la mayoría de la gente que le rodea”, apuntilla. Sin embargo ese perro le espera todas las mañanas en la esquina, y se ha convertido, desde hace mucho tiempo y casi sin darse cuenta, en un único motivo de alegría. Pese a su perfil famélico, tiene cierto aire señorial, sentado sobre sus patas traseras y mirando tranquilo hacía cualquier lado, como haciéndose el despistado, mientras el coche se acerca. Detrás de él hay unos columpios que siempre están abandonados. Sin embargo, cuando el taxi se detiene junto a la acera, corre rápido a situarse cerca a la puerta, en un gesto, cargado de una impaciencia, que al taxista le recuerda a la de muchos clientes. No sabría decir de qué raza es, el taxista no entiende de perros, solo ve que tiene el pelo ocre, las orejas caídas y los ojos negros. Abre la guantera y saca de ella un bocadillo envuelto en papel. Se lo muestra al perro y le dice: “Es un regalo de mi esposa”. “¿Quieres?” le pregunta mientras se lo lanza. El perro devora el bocadillo con rapidez, mientras el taxista, acercándose a la ventanilla observa la escena. “Come…, come…”. Con un par de bocados el bocadillo desaparece. El perro vuelve a alzar la cabeza, y mira al taxista con gesto agradecido, mientras se relame. Su lengua elástica, nerviosa, fugazmente roja, es quizás, el único detalle de color que verá el taxista en toda la ciudad, durante todo el día. Arranca por fin el coche y se aleja del parque, quizás hacía el distrito Mokotow, quizás hacía WoIa, eso nunca lo sabe, siempre decide su destino diario cuando da el primer volantazo, o cuando activa la palanca que enciende las luces de intermitencia. El taxista sonríe, pues mientras le espere ese perro en la esquina, él desea vivir un día más. Cree que no todo está perdido.
Desde hace varios años, el único contacto entre el taxista y su mujer son esos bocadillos que él, sin embargo, arroja por la ventana para que se los coma el perro. No ama a su mujer, y lo que es peor, no recuerda cuando dejó de amarla, aunque cree que tiene motivos para haber dejado sucumbir ese sentimiento. El taxista y su mujer hace mucho tiempo que no hacen el amor, ni siquiera recuerda cuándo fue la última vez que se dieron un beso. Casi todas las mañanas, el taxista sale de su casa sin haberse despedido de ella, sin haber cruzado al menos alguna palabra. Se prepara el té y se lo toma despacio, se viste, recoge el bocadillo de alguna repisa y abandona la casa cargando algunos cubos de agua y con un par de trapos reposando sobre su hombro. Unos de estos días, el taxista no encuentra al perro esperando en la esquina del parque, no adivina por ningún lado la figura erguida del animal. Aparca el coche junto a la acera, en el mismo lugar de siempre. Toca nervioso el claxon pero el perro sigue sin aparecer. Sale por fin del coche, mira a su alrededor y descubre un bulto tirado sobre la hierba, no muy lejos de donde él está. Adivina inmediatamente que es un perro, el mismo que todas las mañanas le espera hambriento en la esquina del parque. Está tumbado sobre uno de sus costados, con los ojos desencajados, la boca abierta, y la lengua fuera, como un latigazo petrificado. El taxista intuye desde hace varios años que su mujer quiere matarlo. No al perro, sino a él. Cree que pretende envenenarlo impregnando sus bocadillos con pequeñas dosis de veneno. La mujer ignora que todos los bocadillos que ella le prepara acaba comiéndoselos el perro. En ese momento en que está agachado, sosteniendo la cabeza flácida del pobre animal, que confirma su hipótesis, el taxista desea que toda la ciudad de Varsovia, que tan rauda acude todas las mañanas a recibirlo con sus calles llenas de pena, sea sólo una pesadilla, incluso un sueño…Lo desea con tanta fuerza, que el taxista, por primera vez en su vida, comienza a llorar.
Desde hace varios años, el único contacto entre el taxista y su mujer son esos bocadillos que él, sin embargo, arroja por la ventana para que se los coma el perro. No ama a su mujer, y lo que es peor, no recuerda cuando dejó de amarla, aunque cree que tiene motivos para haber dejado sucumbir ese sentimiento. El taxista y su mujer hace mucho tiempo que no hacen el amor, ni siquiera recuerda cuándo fue la última vez que se dieron un beso. Casi todas las mañanas, el taxista sale de su casa sin haberse despedido de ella, sin haber cruzado al menos alguna palabra. Se prepara el té y se lo toma despacio, se viste, recoge el bocadillo de alguna repisa y abandona la casa cargando algunos cubos de agua y con un par de trapos reposando sobre su hombro. Unos de estos días, el taxista no encuentra al perro esperando en la esquina del parque, no adivina por ningún lado la figura erguida del animal. Aparca el coche junto a la acera, en el mismo lugar de siempre. Toca nervioso el claxon pero el perro sigue sin aparecer. Sale por fin del coche, mira a su alrededor y descubre un bulto tirado sobre la hierba, no muy lejos de donde él está. Adivina inmediatamente que es un perro, el mismo que todas las mañanas le espera hambriento en la esquina del parque. Está tumbado sobre uno de sus costados, con los ojos desencajados, la boca abierta, y la lengua fuera, como un latigazo petrificado. El taxista intuye desde hace varios años que su mujer quiere matarlo. No al perro, sino a él. Cree que pretende envenenarlo impregnando sus bocadillos con pequeñas dosis de veneno. La mujer ignora que todos los bocadillos que ella le prepara acaba comiéndoselos el perro. En ese momento en que está agachado, sosteniendo la cabeza flácida del pobre animal, que confirma su hipótesis, el taxista desea que toda la ciudad de Varsovia, que tan rauda acude todas las mañanas a recibirlo con sus calles llenas de pena, sea sólo una pesadilla, incluso un sueño…Lo desea con tanta fuerza, que el taxista, por primera vez en su vida, comienza a llorar.
4 comentarios:
Sin duda, lo mejor de este cuento es la foto del perro. Lo demás, pura morralla. Por cierto, ya va para Albacete mi equipo de abogados, para ponerte una denuncia por usar imágenes de una película mía para inspirarte. Firmado: Krzysztof Kieslowski
Estoy de acuerdo con Krzysztof Kieslowski, quien deja su comentario como anómimo para no volver a escribir su nombre.
C.
¿Haría Krzysztof Kieslowski las mismas películas si se llamase Pepe Pérez?
Estos últimos días he leído algunos cuentos de tu libro. Éste es uno de ellos, y quizá el que más me ha gustado, aunque prefiero el arranque al desenlace. Francamente bueno
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