viernes, 29 de noviembre de 2013

Lo infraordinario V. De Viejos trenes, de viejos relojes...









Josef Koppelmann fue relojero como lo fue su padre y su abuelo. Tres generaciones de Koppelmann elaborando manecillas, carátulas, mecanismos en pos de poner nombre y apellidos a algo tan valioso como el tiempo. Así, las dos menos cuarto se apellidaba tarde cuando el sol había sobrepasado su cenit y noche, si la cúpula celeste se vestía de negro. Había una polémica en apellidar ciertas horas del día y la noche pero esa es … otra historia.

Nadie se preguntó jamás de donde provenían los Koppelmann porque los judíos, por entonces, no eran de ninguna parte. Los países cambiaban de nombre, de banderas, de emperadores incluso pero los Koppelmann seguían fabricando relojes para todos ellos sin necesidad de cambiar nada.

Un día, un Koppelmann decidió que debía pasar de vecino a conciudadano, dejando atrás la ignominia de 2000 años de exilio y desarraigo. Orgulloso de su ciudad y orígenes, y no tanto del último nombre dado a su país ( porque las fronteras, por entonces, se dibujaban a mano alzada con tinta china entre humos de habanos,cognac francés y miles de muertos), añadió su nombre junto al de su ciudad en sus humildes relojes. Así, al igual que los afamados relojes que presidían las grandes estaciones de trenes de Europa y que mostraban París con orgullo debajo del nombre del fabricante, Koppelmann hizo lo propio pero en un plano más humilde. Mientras París dictaba el tiempo en los andenes la hora de las partidas, Sarajevo habitaba en los relojes de bolsillo de los empleados de los ferrocarriles. Sin embargo, no eran realmente aquellos preciosos y enormes relojes de dos esferas quienes marcaban la partida de los convoys, ni los chirridos de las grandes ruedas de acero con acero, ni el vapor escapando con ansiedad por mover mastodónticas levas de aquellas locomotoras de carbón... sino el humilde reloj de bolsillo del jefe de estación.

Tras cubrir su cabeza con la gorra azul y franja roja, tomaba el banderín con la mano izquierda. Con paso firme se colocaba en el andén frente a la locomotora. Banderín hacia abajo. Con la mano derecha buscaba su reloj en el bolsillo del chaleco negro, lo abría con el pulgar y la mano completamente abierta en horizontal. Miraba la hora... por unos segundos... La coreografía terminaba cuando el singular pitido del silbato coincidía con la alzada del banderín rojo.



Si alguna vez tienen la oportunidad de sostener un Koppelmann en su mano, recuerden que a veces un reloj es algo más que un instrumento que pone nombre al tiempo...



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