Pasó Goran Zelic por Albacete y por supuesto, no defraudó. Aunque no conocía a nadie, allá dónde iba pronto se formaban grupos a su alrededor para escuchar todo lo que decía. Fueron muchos los que esa noche acabaron invitando a una copa a Goran Zelig, simplemente para dilatar unos minutos el privilegio de conversar con tan conspicuo pensador. Y todos se fueron satisfechos, a nadie defraudó el inefable Goran, para todos tuvo las palabras que cada uno quería escuchar. Y es que como los grandes sabios, Goran apenas tenía respuestas, pero sabía cómo hacer que cada uno encontrase las suyas. Con todo, no pudo evitar Goran que la noche se acabase, y con su fin, que se cerrasen los bares. Las personas en torno a él se fueron dispersando, tambaleantes, blandiendo sus cubatas aguados y sus cigarros consumidos, la mirada vidriosa, pero una gran sonrisa en sus labios. Yo apenas hablé con él esa noche. Goran era mi invitado, volveríamos juntos a mi piso y sabía que tendría algunas oportunidades para empaparme tranquilamente con su sabiduría. Con todo, durante el trayecto en coche apenas nos dirigimos la palabra. La noche había sido larga y fructífera en divertimentos, anécdotas y variadas situaciones socarronas. Volvíamos ambos agotados, con las ventanillas abiertas, despejando nuestros pensamientos con el silencio de la ciudad y las primeras brisas del día. Cuando aparqué Goran me preguntó:
-¿Hemos llegado ya?
- Si, mi piso está ahí al lado.
Entonces se separó unos pasos del coche, se giró hacía mí y me dijo:
- Ahora vas a ser testigo de un hecho insólito. De un hecho que contarás con orgullo a tus hijos, y tus hijos contarán con el mismo orgullo a sus hijos.
-¿Hemos llegado ya?
- Si, mi piso está ahí al lado.
Entonces se separó unos pasos del coche, se giró hacía mí y me dijo:
- Ahora vas a ser testigo de un hecho insólito. De un hecho que contarás con orgullo a tus hijos, y tus hijos contarán con el mismo orgullo a sus hijos.
Y con una elegancia inusitada para las horas que eran ya, y el estado en el que estábamos, se arregló el cuello de su camisa, colocó las manos a la espalda e hizo una lenta y ejemplar reverencia. Entonces, empezó a vomitar. Yo mientras, permanecí sentado en las escaleras del portal, observando atención como Goran se trasmutaba en pocos segundos de sofista a fuente. Y cuando acabó, se volvió a girar, saludo como si estuviese en presencia de un concurrido auditorio, y nos subimos a casa.
Dedicado, como no, al maestro Javi.
1 comentario:
Siempre me pierdo los mejores momentos.
Cris.
Publicar un comentario