domingo, 3 de mayo de 2009

LA ARMÓNICA DE HURLEY

La historia otra vez volvió a equivocarse. La historia otra vez volvió a desdeñar a sus verdaderos protagonistas. No fue Shackleton el que nos mantuvo unidos durante esa travesía por el infierno blanco. No era tan carismático como después lo describieron las crónicas, no fue nunca ese líder sólido que supo tomar siempre las decisiones más acertadas. ¡¡¡Ah, yo te maldigo, bastardo Shackleton!! ¡¡Maldigo también la hora en la que se me ocurrió acudir a tu aviso y maldigo tu incompetencia para guiarnos por esas tierras heladas!!¡¡Maldigo el día que se me ocurrió apuntarme a tan descabellada aventura, maldigo al Endurance y maldigo al puerto de Plymouth desde el que partimos un nefasto día de agosto del año mil novecientos catorce!! Maldigo también a los periódicos, a la prensa que tanto te alabó y que siempre creyó que fuiste tú quién nos rescató de los mares helados.

Quiero no obstante, explicar en este mi testamento, quién fue el verdadero héroe de esa maldita expedición. Por supuesto que no fue Shackleton, que era sólo palabrería, inútil vanagloria; un caballerete con demasiadas ínfulas de gloria y de mando. Quién tiró de nosotros, quién mantuvo en pie nuestra esperanza cuando ya todos nos dábamos por muertos en esa tierra baldía, fue Hurley… o quizás fuese más correcto decir que fue la armónica de Hurley. Hurley, que no era tan buen fotógrafo como él se creía, y que como músico, nunca pudimos saber cómo era. Nunca en todos los meses que estuvimos vagando por el hielo, navegando por los mares del sur, o simplemente varados esperando que las placas congeladas se abrieran, dejó Hurley de tocar su maldita armónica. Cuando no estaba haciendo fotos, iba de un grupo a otro tocando melodías silenciosas, marcando el compás con sus enormes botas de piel. Al principio nos resultaba algo peculiar. Pensábamos que no tenía lugar en una expedición tan dura, ese artistucho tan extravagante y sobretodo tan enclenque. Nunca le veíamos arrimar el hombro para cargar algún barril o arriar una vela. Casi siempre estaba apoyado en el palo mayor, con el dichoso instrumento metálico pegado a los labios. Pero lo que es extraño es que nunca pudimos escuchar que sacase melodía alguna de él. Debió de entrarle agua a la armónica, y esta al congelarse taponó todos sus orificios. Sin embargo, el empecinado de Hurley siempre estaba soplando y soplando, siempre agitándose como un péndulo humano en una extraña danza y siempre marcando el compás con los pies. Y siguió tocando esa inútil armónica, cuando el Endurance encalló en la bahía de Vahsel, y continuó su estrambótica danza cuando lo abandonamos, destripado por las placas de hielo. Emprendimos entonces el camino de regreso hacía donde creíamos estaban los puestos balleneros. Fue un viaje insoportable, muy pocos creíamos que saldríamos con vida de ese obligado peregrinaje. Más de una vez quisimos quitarle a Hurley la armónica de la boca y arrojarla lejos; era desesperante escuchar tus soplidos inútiles intentando desatascarla, ver como la cubrías con tu aliento sin conseguir derretir el hielo que la taponaba. Por otro lado, nos dimos cuenta que en tu estúpido empeño, que en tu ánimo inquebrantable por hacer sonar la armónica, estaba reflejada nuestra propia lucha contra la derrota que nos perseguía. Estaba escrita en tu insistencia el destino de nuestro lento emigrar, y que si algún día te desprendieses de la armónica, nosotros, con toda seguridad, moriríamos congelados. Te convertiste así en el icono de la expedición, en el baluarte que había que mantener siempre a salvo. Sin que tu lo supieses, fuimos creando turnos para ir cargando durante nuestro lento peregrinaje con todos tus enseres, para ayudarte a llevar las placas que habías logrado salvar del naufragio, junto con el material fotográfico. Queríamos que tuvieses las manos libres para que pudieses estar la mayor parte del tiempo tocando tu armónica. Nos gustaba que fueses de uno a otro, tocándole alguna callada serenata; casi sin darnos cuentas, tu música sigilosa se convirtió en algo imprescindible para todos nosotros. En tu aliento peleón, estaba en realidad el aliento de todos por sobrevivir.

Y llegaron los meses de espera y hastío en el Campo de la Paciencia, en el Campo Océano. Fueron meses cuyos días eran como lápidas para nuestro ánimo, allí atascados en mitad de la nada. Intentábamos no pensar, ignorar a la muerte que tanto nos rondaba en forma de ventisca, o de sima oculta bajo la nieve. Jugábamos partidos de fútbol, organizábamos carreras de trineos, salíamos a cazar focas o nos pasábamos horas y horas reorganizando nuestros escasos víveres. Pero sobre todo, durante esos meses de aguardo y enflaquecimiento, lo que más nos gustaba era verte soplar y soplar tu armónica inutilizada.

Hubo por fin algunos días cálidos. Los hielos se abrieron y pudimos echar al mar los botes que aún nos quedaban. Pero tampoco el mar se apiadó de nosotros. Estuvo azotando constantemente nuestras frágiles embarcaciones. Fueron muchas las veces que pudimos zozobrar, antes de arribar desesperados a la Isla Elefante. La Isla Elefante era un lugar remoto, deshabitado, pero al menos era tierra firme. La primera tierra de verdad, y no hielo, que pisábamos después de los que nos parecían años de penuria y errática huida de la muerte. Decidió entonces Shackelton dejarnos allí y partir en el único bote que aún permanecía servible. En alguna isla cercana se toparían con algún ballenero que vendría a rescatarnos. Junto a él irían Worsley, el navegante, Crean, Mcnish, Vincent, McCarthy y Timothy. No sabíamos si la suerte era emprender el viaje en ese bote tan flaco o era permanecer allí, esperando. Para los que nos quedamos, volvieron los meses de monótona alerta. Permanecíamos días enteros acurrucados bajo los restos de los botes, apretados unos contra otros, sin hablar, casi sin movernos. Afuera, al otro lado del carcomido casco de madera, azotaban furiosos los vientos y las tormentas. Nos llegaba a veces el lastimero gruñido de una morsa y alguno salía a ver si le daba caza. Y siempre la niebla envolviéndonos, y siempre el olor a sal penetrando en nuestras entrañas, y siempre la humedad anclada en nuestros huesos, y frente a eso, frente a esa desesperación que nos acechaba con mil caras diferentes, sólo teníamos a Hurley. El bendito Hurley, que sentado en una piedra, cubierto por una manta, seguía bufando a su armónica, balanceándose adelante y atrás, extraño contoneo para esquivar el frío, y siempre, siempre, zapateando para marcar el compás de esa canción taciturna.

Ocurrió el milagro y Shackelton volvió un día a bordo del Aurora. Regresamos por fin a Inglaterra, sólo para darnos cuenta de que el mundo entero estaba sumido en una gran guerra. Salimos de un infierno de hielo para darnos de bruces con un infierno de fuego y hierrro. Nadie se percató de nuestro regreso, todos estaban inmersos en esa colosal contienda. No hubo para nosotros fiestas de bienvenida, ni loas para los héroes que no habíamos logrado ser. Regresamos vivos pero sin haber logrado nuestro objetivo, y eso nos desacreditaba para la historia. Uno a uno fuimos movilizados y enviados a los frentes de Bélgica, Francia o Anatolia. Pronto perdí el contacto de los que habían sido mis compañeros durante un par de años. No sé cuántas fueron las horas, los días, las semanas que pasé acurrucado en mi parapeto, ajeno al barro y al estallar de los obuses y pendiente únicamente de si desde alguna trinchera cercana me llegaba por fin, el sonido de la armónica de Hurley.

-------------------------------------------------------------------------------
Esta historia no acaba aquí sin embargo. Pasados muchos años, muerto Shackelton, muerto Hurley, muerto también quien escribió este testamento; casi olvidados ya los nombres de los hombres que formaron la malograda expedición Endurance, se celebra en el Museo Histórico, Antropológico y Etnográfico de la ciudad de Holguín, en Cuba, una exposición sobre la conquista de los polos. En ella se exponen pues lo típico de las exposiciones de ese tipo: paneles con datos, fotografías y también algún que otro objeto que perteneció a alguno de los intrépidos exploradores. Junto a unos patines que alguna vez usó Admunsen, casi olvidada, está la armónica de Hurley, que desde hace unos días, por culpa de un fallo en el sistema de refrigeración del museo, está continuamente goteando. Comenzará esa armónica un buen día, desatascada al fin, a dejar escapar antiguas melodías marineras. Estará sonando durante meses y nadie sabrá el porque de esa misteriosa, repentina y continua cantinela. Nadie sabrá tampoco que lo que está sonando de modo espontáneo son las canciones que Hurley iba soplando y que ahora, con la armónica descongelada, tienen por fin salida.

Dedicado a Ik Houd Van U

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta este relato, pero me gusta mucho más verte enrolado en esta aventura de la literatura, ya sabes que ese mundo nunca será una expedición, esa es la magia...gracias por ser así.

Javier dijo...

…Do-Mi-Re-Re-Do…

Tresmasqueperros dijo...

Gracias anónimo por leernos y dejarnos un comentario...un saludo estés dónde estés y seas quién seas...

Leandro dijo...

Anoche leí este cuento, pero en formato noble. En su día se me pasó aquí. No sé si habrán influido la tinta y el papel, pero es de los que más me ha gustado. Y me ha parecido, además, un muy buen arranque para tu libro