A Hamlet le han matado el padre. Acusado como principal sospechoso a Claudio, actual rey de Dinamarca, se establecen unos días de luto y duda oficial en todo el Estado.

Cazando imágenes, sueños, palabras con las que escribir un cuento...

Arroja varios cubos sobre la carrocería y luego le pasa un trapo con cierta parsimonia. Realiza su trabajo con tanta aplicación, con tanta lentitud, que todas las mañanas, antes de finalizar su tarea, tiene a varios clientes esperando. Por último aplica un poco de cera en las partes en las que la pintura amenaza con deteriorarse más pronto. Extrae la cera de un tubo pequeño y la extiende con otro trapo, trazando pequeños círculos. Se monta por fin en el coche y con ese mismo trapo, frota descuidadamente el salpicadero y la tapicería de los asientos. Por fin, arranca el automóvil y comienza a recorrer la ciudad. Ignora a quienes estaban esperando a que acabase su trabajo de aseo. Algunos salen a correr detrás de él, pensando que ha sido sólo un despiste. Nunca se para, en esa primera hora del día, a recoger a alguien. Los clientes le increpan, amagan el gesto de arrojarle algo, pero él se limita a devolverles a través del espejo retrovisor, una ligera sonrisa, que probablemente nadie de los que corren tras él aprecie. Comienza a circular por las calles de la ciudad siguiendo siempre el mismo recorrido. Siempre le salen al paso los mismos edificios, con viejas fachadas como fuentes derramando sus tonos sepia sobre el cielo. Un cielo gris, austero, cargado de nubes, pesado y triste como un trozo de granito. Los ruidos que empiezan a rodearle son también opacos y metálicos, decadentes. Abundan los chirridos, el lamento del óxido y del deterioro, el traqueteo cansino y agonizante de los tranvías con los que se cruza por las calles. Observa mientras maniobra despacio a los obreros que van a la fábrica, con sus gorras de lana, embozados en sus abrigos y con el cigarro temblando entre los labios. Observa también a las viejas, cada día más encorvadas y torcidas sobre sí mi mismas, como queriendo agazaparse dentro de su propio corazón, que van a comprar a las tiendas. Se cruza por último con los coches de la policía y los camiones de reparto, conoce a algunos de sus conductores y les saluda con una leve inclinación de cabeza. Nunca abre la ventanilla ni habla con nadie. Siempre hace demasiado frío y este lo invade todo con demasiada rapidez. Piensa entonces que él no se merece la tristeza que le rodea. Nadie con los que se cruza, en realidad, se la merece. Varsovia ha demostrado muchas veces ser una ciudad valiente, sin embargo, todo en ella, sabe y recuerda a derrota. Una derrota que vuelve cada mañana a derramarse por todos los portales, a colarse en todos los rincones, a hacerse omnipresente e irremediable. Algunas veces, el taxista se cruza con aficionados del Legia que vuelven de algún partido. Son vocingleros y retornan a sus casas con cierto ánimo, pero van en grupos reducidos y muy apretados unos contra otros, es esa su táctica para vencer el frío. El taxista ve, descubre con estupor, como los colores rojos, verdes y blancos de sus banderolas y bufandas tienen también una inevitable tendencia a volver al gris. El taxista llega por fin a su primer destino. En la esquina del parque le espera siempre el mismo perro. El taxista odia a los gatos, dice que son traicioneros, “como la mayoría de la gente que le rodea”, apuntilla. Sin embargo ese perro le espera todas las mañanas en la esquina, y se ha convertido, desde hace mucho tiempo y casi sin darse cuenta, en un único motivo de alegría. Pese a su perfil famélico, tiene cierto aire señorial, sentado sobre sus patas traseras y mirando tranquilo hacía cualquier lado, como haciéndose el despistado, mientras el coche se acerca. Detrás de él hay unos columpios que siempre están abandonados. Sin embargo, cuando el taxi se detiene junto a la acera, corre rápido a situarse cerca a la puerta, en un gesto, cargado de una impaciencia, que al taxista le recuerda a la de muchos clientes. No sabría decir de qué raza es, el taxista no entiende de perros, solo ve que tiene el pelo ocre, las orejas caídas y los ojos negros. Abre la guantera y saca de ella un bocadillo envuelto en papel. Se lo muestra al perro y le dice: “Es un regalo de mi esposa”. “¿Quieres?” le pregunta mientras se lo lanza. El perro devora el bocadillo
con rapidez, mientras el taxista, acercándose a la ventanilla observa la escena. “Come…, come…”. Con un par de bocados el bocadillo desaparece. El perro vuelve a alzar la cabeza, y mira al taxista con gesto agradecido, mientras se relame. Su lengua elástica, nerviosa, fugazmente roja, es quizás, el único detalle de color que verá el taxista en toda la ciudad, durante todo el día. Arranca por fin el coche y se aleja del parque, quizás hacía el distrito Mokotow, quizás hacía WoIa, eso nunca lo sabe, siempre decide su destino diario cuando da el primer volantazo, o cuando activa la palanca que enciende las luces de intermitencia. El taxista sonríe, pues mientras le espere ese perro en la esquina, él desea vivir un día más. Cree que no todo está perdido.
Te observo clavada frente a ese marco,
ventanal a una Córdoba
tan lejana y tan ajada,
tantas veces perdida,
mitad decente
mitad sultana
mitad rancia
mitad gitana
dos veces saeta
tres veces cristiana pena
cuatro veces Córdoba...
Te prefiero a ti,
sin embargo,
porque a esa Córdoba
de avalorios y arena
de celos y lamentos,
ya la han pintado:
Una Córdoba pobre
pero zalamera.
Te prefiero a ti
que permaneces
que te quedas
sencilla frente al cuadro,
tan cercana tu espalda
al abrazo de mi pena,
tan próximo tu pelo rubio
a un arrumaco de sombra,
tan sumisos tus oídos
a mi promesa de espera:
“Quisiera yo hacer,
con tu cuerpo como tela
idénticos quiebros
a los de María Callas
con su garganta,
con mi pincel de besos,
similares colores
a los de Van Gogh
con sus girasoles...”

Dedicado a una mujer cordobesa








Como cada mañana, el reloj del señor X marcaba unas puntuales siete y media a la llegada a la estación de metro. Como habitualmente ocurría, el tren que tenía que llevarlo al trabajo, no respondía cortesmente a la puntualidad del señor X .










Joseph era un ser extravagante de aspecto entrañable...
Cuando la cosa se ponía peligrosa, allí no aparecían ni los mismos que calentaban el ambiente, ya de por si caliente con el sol del verano. El insensato paseaba por el barrio en la época de los francotiradores, suerte que lo desperté con el agua de mi limpieza semanal...desde entonces fue mi mejor cliente cuando aparecieron las maquinillas chinas de hojas intercambiables...una aberración para el noble arte del barbero. Hablaba muy poco pero escuchaba mucho y bien, creo que me entendía porque siempre se reía de mis chistes… Procedía del Mediterráneo y eso se notaba en su barba, tenia que afeitarle dos veces o bien poner a punto la navaja...prefería lo primero que me daba más tiempo para hablar...
Trabajaba para esos que vienen al barrio de vez en cuando con sacos de harina de maíz “made in usa”, con las caras blancas llena de crema para el sol y con la prisa que da no tener a un batallón de soldados mirando hacia todos los lados... Joseph era diferente, o tan idiota para no darse cuenta de donde estaba o bien no temía acabar como rehén de los barbudos.
A los barbudos los tenia controlados en mi trastienda vendiéndoles lo que me pidieran, a cambio me respetaban a la clientela. Salvo lápices y aspirinas, aún me quedaban lanzagranadas soviéticos y collares de cuentas yemeníes para una larga temporada.
Un día tuve un sueño y todo cambió... sobrevivir no era vivir... En los últimos treinta años he visto como ha cambiado mi barrio, y siempre a peor, esperando como el suicida que llegue el final del acantilado...sobrevivir no es vivir...la esperanza de tiempos mejores acabó junto a mis últimos lápices. No queda nada de nosotros salvo el recuerdo de unos tiempos miserables mejorados a golpes de más dolor... ya no escuchan risas, incluso el tonto del barrio ha dejado de hacer bufonadas...
…La torre cayó. De repente como en Babel, dejamos de hablar el mismo idioma. Vecinos, hermanos de miseria empezaron a reivindicar algo que ni siquiera ellos sabían que era.
Los barbudos querían vivir con los barbudos, los bajos con sus semejantes enanos, los idiotas con los idiotas . . .y así como si de un juego infantil se tratara, la gente dejó de hablarse...y empezaron a quemar libros... ya se sabe que viene detrás.
¿Qué ha dejado de pasar para que no pase nada? El ciclo de la vida se ha invertido, se nace muerto, se muere para vivir, los hijos sustentan a madres viudas, se enviuda antes de casarse. Los adultos juegan, los niños tiran de carros con miradas tristes sin tener a un poeta que los quiera...
Cada noche subo a mirar las estrellas, me quedo tumbado pensando...después creo haber encontrado una solución para el día que se avecina... la llave que nos abrirá las puertas del cielo en la tierra... cada mañana descubro que han cambiado la cerradura... nada es igual al día anterior pero nada ha cambiado... y los niños siguen tirando de carros... y las mujeres siguen viudas... y los poetas venden verduras en el mercado…
La suerte guió los pasos de Joseph a nuestro barrio. A pesar de ser extranjero, era con el único que podía hablar de mis noches en vela, los del barrio me abrían tomado por loco, y ya tenemos uno que lo hace muy bien para su edad; setenta cumplirá el mes que viene y aún es capaz de trepar palmeras en la época del dátil.
Dejamos de lamentarnos y entre todos reunimos el cerebro necesario para idear nuestra particular liberación y el resto, la suerte, ya no importaba.