jueves, 11 de febrero de 2010

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    Tristeza no era la palabra, aunque el día se empeñaba en que sí lo fuera.

    Las baldosas se sucedían unas a otras, grises. A cada paso, sus movimientos iban perdiendo la uniformidad, volviéndose heterogéneas sus zancadas y sinuoso el avance. Al llegar a su casa, sacó las llaves -no sin antes vaciar el bolsillo entero- y abrió la puerta tras el quinto intento.
Los cadáveres de polillas se amontonaban por los rincones de la casa. La luz que se filtraba por las persianas dibujaba formas por toda la estancia. Aunque quizá era el polvo quien esbozaba las formas, y no las formas en sí mismas.

    Palpando torpemente aquello que se interponía en su camino, dio con el perchero. Dejó su sombrero y continuó por el pasillo, tropezando con los vidrios vacíos. Oscilando como un péndulo que desafía su metódico vaivén, logró llegar a su cama. Deshecha desde hacía semanas, le dio la bienvenida. La agonía pasaba ahora a lo horizontal.
Como cada día, intentó llamar al gato, sin obtener respuesta alguna. Llevaba en aquel rincón semanas -¿o meses?- inmóvil, sereno. Pensó que quizá lo mejor sería seguir su ejemplo, pero al cerrar los ojos descubrió que lo estático dejaba de serlo y que todo giraba alrededor de él, su cama y las botellas vacías, que paulatinamente habían ido reemplazando a los cojines. Un universo demente aparecía a cada tic del reloj, para desaparecer tras el tac. Aunque él hubiera jurado que no tenía reloj.

3 comentarios:

Javier dijo...

Magistral ¡

Goran Zelic dijo...

Señorita Cristina. Buen relato, ya sé que además de su fotos y retratos también escribe.

Un Cordial Saludo de G.Z.

Ra dijo...

Brutal niña