Qué quieren que les diga, pero sus trajes me resultan ridículos, no puedo ser respetuoso con ellos, y su baile, me parece igualmente un baile estúpido y carente de ritmo y sentido. Con esos pantalones cortos, en un día nublado, y esos tirantes que tanto destacan sobre sus camisas blancas. No entiendo su ir y venir por la tarima, cargando los bancos sobre sus hombros, me pone nervioso su ruidoso zapateado sobre la madera y su palmeteo sobre los muslos. No me gusta la música del acordeón, los gritos de los borrachos que jalean estúpidamente a los bailarines. Le falta color a ese baile, le falta duende, le falta tantas y tantas cosas. Es como si hubiesen improvisado sobre la marcha ese baile para tener algo que ofrecer a los turistas. Decido no gastar ni una sola foto en ese espectáculo tan extravagante. Sin embargo, a mi alrededor todo el mundo parece divertirse, todos beben y corean a gritos los cánticos. Enormes jarras de cerveza y de sidra circulan de mesa en mesa y de mano en mano y son engullidas con rapidez. Y acabado el baile, una pareja de ancianos, acompañados de una guitarra y el insufrible acordeón, ocupan la tarima y cantan una nueva canción:
La Casa de la Sidra del campo de concentración
es un lugar glorioso y bonito.
A la gente le gusta venir aquí
porque la sidra Spindler es de las mejores.
También comen grandes rosquillas
y se divierten hasta la madrugada.
Una crujiente salchicha a la parrilla
y una buena sidra para acompañar.
El Frellerhof es muy conocido.
Viene gente de la ciudad y del país.
El servicio es bueno y amable.
El dueño nos invita a Schnapps.
Se emborrachará delante de nosotros,
pero sólo hoy, claro.
Hoy se está bien en el Frellerhof, dirán todos.
Hoy se está bien en el Frellerhof, dirán todos.
Hoy se está bien en el Frellerhof, dirán todos.
“¿O no?” Pregunta uno de los cantantes al finalizar, y todos le responden con un sonoro, “Jaaaa”. Sí. Y es que estamos en el patio del Frellerhof, que creo significa algo así como “la casa de la sidra en la pradera”. El Frellerhof es una sidrería ubicada en una antigua granja, destinada a producir el alimento necesario para el campo de concentración de Mauthausen. También era un lugar donde los oficiales de la SS venían a comer y beber. Lo mismo que hace ahora toda esta gente a nuestro alrededor. Sólo mi acompañante y yo permanecemos con el gesto serio, lo cual incluso despierta cierto recelo entre algunas de las mesas que rodean a la muestra. Pero es que no estamos allí para beber sidra y emborracharnos. El hombre que me acompaña se llama Harald y trabaja de guía en Mauthausen. Es un hombre alto y robusto. Me sorprende que alguien como él, tan fornido, me haya desvelado con tanta facilidad, que llora todas las noches al meditar sobre lo que se hacía en esas instalaciones hace sesenta años. Viste una chaqueta de cuero marrón, una camisa azul y unos pantalones vaqueros, todo muy sobrio e informal, sin aspavientos. Aunque el día está resultando bastante gris, no se ha desprendido ni un solo momento de sus gafas de sol con cristales color sepia, gafas, tras las cuales, he podido adivinar se han deslizado en algunos momentos un par de lágrimas. Me dice, con cierto gesto de estupefacción, que no entiende como puede haber una sidrería tan cerca de un antiguo campo de concentración. No entiende además, cómo la gente puede divertirse con tanta facilidad en ese local. Cómo pueden permanecer tan ajenos a la carga emocional que tiene ese sitio. Gesticula mucho con las manos y mueve constantemente la cabeza de un lado para otro, como negando una realidad que no logra comprender.
Me ha llamado para que le haga una entrevista; de algún modo se ha enterado que yo estoy muy interesado en todos los temas relacionados con la segunda guerra mundial, que escribo artículos sobre esto en España. Su llamada me ha pillado por sorpresa, he venido a su encuentro sin saber muy bien qué preguntarle. Pero él habla con mucha facilidad. Yo me limito a permanecer a su lado, simulando que tomo notas de vez en cuando de todo lo que me va diciendo. En realidad no me hacen faltan esos apuntes, tengo muy buena memoria. Se nota que Harald, tiene muchas ganas de hablar, de soltar todo lo que me está contando hoy. De camino hacia aquí, mientras conducía entre bosques frondosos y parajes exuberantes, me ha dicho que es alcohólico, que padece problemas de insomnio, y que cada vez le cuesta más relacionarse con la gente, algo irónico teniendo en cuenta que todos los días tiene que tratar con grupos de más de veinte turistas. Sin embargo, no puede dejar su trabajo, no puede alejarse de este lugar: Mauthausen, que poco a poco le va devorando sin que él pueda saber muy bien porqué. En cierto modo, Harald me parece una especie de santo, de penitente, que está cargando sobre sus espaldas las culpas, los errores y el castigo de todo un pueblo. Todo lo que le rodea, me dice, le parece cuanto menos, irónico. Terminamos nuestras jarras, y abandonamos el bullicioso local. Nos dedicamos a dar una vuelta por los alrededores. Más bien yo me limito a seguir sus pasos, sin saber muy bien hacia dónde vamos, atento únicamente a todo lo que va diciendo. Cada rincón de estos parajes está lastrado con alguna historia obscura. Lo que ahora es una extensa pradera verde, hace décadas fue un campo de fusilamiento. El pequeño hotelillo a la entrada del pueblo, fue a su vez, la estación dónde llegaban los trenes cargados de presos. Harald no deja de suspirar, se muestra cada vez más nervioso e impaciente mientras va desgranando historias macabras, trágicas, inhumanas, ocurridas en estos lugares. Historias sobre las que se han hecho miles de películas y se han escrito miles de libros. Me cuenta que todas las noches esas historias le asaltan en forma de pesadillas: “Llevo años obsesionado con esas historias. Al principio, en cierto modo, intentaba afrontar esas pesadillas como algo positivo. Las volteaba, las desmembrada, las analizaba y acababa contándoselas a los turistas. Era un buen guía, me ganaba a la gente con facilidad, lograba que fuesen conscientes durante el tiempo que duraba el paseo de todo lo que había ocurrido allí. Muchos, al concluir la visita me daban las gracias sin saber muy bien porque. Pero yo me preguntaba. ¿Qué pensarán una vez hayan abandonado el recinto? ¿Cómo afectará esta visita a sus vidas? ¿Servirá esto de algo? ¿Qué deben sentir: remordimientos, pena indiferencia? ¿Durante cuánto tiempo les durará el aturdimiento? Del mismo modo, ahora me pregunto si es lícito que estemos bebiendo sidra en el mismo lugar en el que hace décadas asesinaron a miles de personas. A veces pienso que lo mejor que podemos hacer es cerrar de una vez por todas de este maldito lugar, alejarnos de él y que cada uno tome las conclusiones y lo sienta del modo que crea conveniente. Creo incluso que habría que desalojar el pueblo, dejar a estos muertos en paz, no volver a vivir sobre sus tumbas, hasta que no tuviésemos la certeza de que lo que hacemos es lo correcto. Establecer un perímetro, un círculo de pena en el que estuviese prohibida la entrada. Construir así algo parecido a un templo para la meditación y el recuerdo”.
(Continúa en la 2ª parte).
3 comentarios:
¿Alquien sabe cómo se puede adjuntar un pdf? Y no tener que poner todo el cuento en el blog. Así es un poco cansado leerlo. Lo siento.
Julián!. Qué alegría volver a encontrar un cuento tuyo. Me ha resultado curiosa la idea de los círculos de pena. Ánimo, me ha gustado mucho.
Publicar un comentario