El ritmo se torna cansino, cada vez andamos más despacio. Siempre un paso por detrás de Harald, continúo en silencio, pendiente únicamente de sus palabras y sus gestos, las primeras cada vez más densas, los segundos cada vez más cansados. Seguimos el callejeo lento, errático, hasta llegar a la puerta de su casa. Realmente Mauthausen es un pueblecito encantador, casas coquetas, callejuelas idílicas, rodeado de paisajes abrumadores. Hay que rascar mucho debajo de sus adoquines para darse de bruces con su pasado. Las preguntas de Harald palpitan en mi cabeza. ¿Es lícito vivir en este lugar? “No me malinterpretes, Goran” me dice ahora Harald. “Entiendo que la gente quiera seguir viviendo. Entiendo que la gente quiera ser feliz. Pero no comprendo como no les patina el alma al querer vivir en este pueblo. No sé qué hace la gente para evitar la bruma y los remordimientos. No sé cómo logran ignorar todos los fantasmas que pululan por estas calles. Vivir no puede ser tan sencillo”.
Antes de irme, una vez me he despedido de Harald, me doy una última vuelta por el pueblo. He dejado caer algunas preguntas con personas con las que me he cruzado por el camino, pero sólo me han respondido con silencio. La gente que vio lo que pasó aquí no quiere hablar sobre eso. He hablado incluso con una pareja que vive en una casa que perteneció a un oficial de la SS. No parecen darle importancia a ese detalle. Incluso se aventuran a soltar una broma: “En esta casa uno no sabe lo qué va a encontrarse al escarbar en el jardín”. Realmente no sé lo que pensar. No se me ocurre que pueda reprochar algo a esa pareja que vive tan despreocupadamente en la casa de un asesino. Tampoco tengo nada que decirles a los viejos que permanecen en silencio. Pero por otro lado, no puedo evitar sentir algo de comprensión por Harald. Y al igual que él, para alguien como yo, ateo carente de fe religiosa, este pueblo, los campos que lo rodean, también son para mí lo más parecido a santuarios que creo habría que respetar. El hecho de que la gente viva y disfrute tan cerca de un antiguo campo de concentración me parece algo parecido a una herejía. Como Harald, noto la ironía que invade el lugar, pero no puedo comprenderla. Y me resulta muy curiosa la idea de los “círculos de pena” alrededor de esos lugares, aunque, entonces yo me pregunto, y te pregunto a ti: ¿Cuánto deberían medir esos círculos? ¿Dependería su tamaño del dolor que se hubiese generado en ellos? Y también pienso que, si llegásemos a establecer esos círculos de pena por todo el planeta, lugares de penitencia y recuerdo de los errores pasados, quizás no nos quedaría entonces un solo rincón limpio, impune, inocente, en el que seguir viviendo.
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