Al principio de los tiempos todo era felicidad. Creo dios el mundo y como guinda lo llenó de hombres y mujeres. Y pensó dios, en su infinita ingenuidad, que esos hombres y mujeres serían felices eternamente. Para evitarles el sufrimiento creó también dios a Rabindranath, un hombre que acapararía en su alma todos los dolores humanos que fuesen surgiendo. Pero fue tanto el sufrimiento que Rabindranath acumuló en pocos días, que pronto el dolor le traspasó el alma y amenazó incluso en sobrepasar las fronteras de su propia piel. Se le veía pasear nervioso por las calles, con el rostro inclinado, la mirada perdida, las lágrimas apunto de estallar en sus ojos. Sin embargo, esas alarmas que se producían en su cuerpo a nadie parecían importar. Los que se cruzaban con él, intercambiaban unas rápidas palabras de agradecimiento y seguían su camino. Reconocían la labor de Rabindranath, sabían que no sería fácil cargar con el lastre de todos los dolores humanos, pero a la vez Rabindranath les resultaba algo molesto. Ellos y ellas tan felices, ajenos a cualquier pena, y Rabindranath sin embargo, cada día más encogido sobre sí mismo, como a punto de estallar. Rabindranath notaba como poco a poco le iba apartando la gente de sus reuniones y sus fiestas, de sus celebraciones y de sus holganzas, en las cuales su tristeza siempre era mal recibida. Aun así, Rabindranath se propuso ir en busca de la gente. No pedía ninguna solución, sabía cual era su función en el mundo, para que lo había creado dios, y lo asumía en silencio, con sometimiento. Él deseaba poca cosa, sólo un poco de charla, ser partícipe de las risas generales, aunque él no supiese sonreír. Así que decidió acudir a los bares, o a las tabernas, a los hammams o a los zocos, a las iglesias o a las mezquitas; allí donde la gente solía reunirse para ser feliz, allí se presentaba Rabindranath de improvisto. Se acercaba por detrás y colocaba su mano sobre el hombro de algún despistado para reclamar un poco de atención.
Y empezó a ocurrir entonces algo extraño. Notaba Rabindranath, cada vez que colocaba su mano sobre esos hombros desprevenidos, como el peso de su pena acaparada se aligeraba. No entendía muy bien el porqué de esa sensación, pero le resultaba agradable y algo adictiva, así que fue dejando caer su mano sobre cualquier hombro que estuviese a su alcance. Notó como esa sensación de ligereza era aun más perceptible cuando se abrazaba a las personas, cuando el contacto físico era aun mayor. No se dio cuenta, sin embargo, de que algo también ocurría en la persona que tocaba, a la que abrazaba o la que simplemente le había posado la mano sobre el hombro. Esa persona, de repente, se invadía de pena. En cuestión de segundos, toda la tristeza que le pertenecía pero que le había evitado, todo su sufrimiento por los seres perdidos, por los amores contrariados, por los días grises, le estallaba en el centro de su corazón y se apoderaba de todo su cuerpo. Sin saber cómo, Rabindranath, fue traspasando a cada uno de los humanos, el dolor que le pertenecía, a través de sus manos fue dejando en cada persona la pena propia de cada uno. Conforme Rabindranath se sentía más sosegado, más liviano, el dolor fue adueñándose primero de los hombre y mujeres del pueblo, siempre una tristeza certera y precisa, paralela a la persona que invadía, después el dolor llegó a la ciudad, finalmente invadió reinos y continentes. Naturalmente la gente se asustó, acusaron a Rabindranath de ser el trasmisor de alguna extraña enfermedad que les estaba haciendo mucho mal. Decidieron exiliar a Rabindranath a unas montañas lejanas, donde dejase de tener contacto con el resto de los humanos. Sin embargo, cuando tomaron esa decisión, aunque ellos no lo sabían, era ya demasiado tarde: la pena y el sufrimiento se habían adueñado de todo el mundo. Rabindranath mientras tanto llegó a las montañas que serían su morada para el resto de sus días. Desde la cima más alta, miró todos los hermosos paisajes que le rodeaban. Al principio, tanta soledad le produjo cierto recelo, pero Rabindranath, sin saber porqué comenzó a reír, y su risa llegó lejos, propagada por el eco. Rabindranath, desde ese día, fue muy feliz: no quedaba ya en su cuerpo ningún rastro de dolor. Mientras tanto, el resto del mundo se desesperaba, asolado por esos nuevos sentimientos que transformaba sus almas y corazones en eriales. Unos nuevos sentimientos, que, no obstante, les enseñaban el verdadero valor y peso de la vida. Descubrieron esos humanos, que ese nuevo dolor que les había sido traspasado era inevitable, que eran cientos e imprevisibles los motivos por los que podía surgir. Eso sí, averiguaron que había ciertas formas de combatirlo, de diluirlo, de hacerlo más soportable: bastaba el gesto sencillo de poner la mano en el hombro de alguien o de darle un abrazo.
Y empezó a ocurrir entonces algo extraño. Notaba Rabindranath, cada vez que colocaba su mano sobre esos hombros desprevenidos, como el peso de su pena acaparada se aligeraba. No entendía muy bien el porqué de esa sensación, pero le resultaba agradable y algo adictiva, así que fue dejando caer su mano sobre cualquier hombro que estuviese a su alcance. Notó como esa sensación de ligereza era aun más perceptible cuando se abrazaba a las personas, cuando el contacto físico era aun mayor. No se dio cuenta, sin embargo, de que algo también ocurría en la persona que tocaba, a la que abrazaba o la que simplemente le había posado la mano sobre el hombro. Esa persona, de repente, se invadía de pena. En cuestión de segundos, toda la tristeza que le pertenecía pero que le había evitado, todo su sufrimiento por los seres perdidos, por los amores contrariados, por los días grises, le estallaba en el centro de su corazón y se apoderaba de todo su cuerpo. Sin saber cómo, Rabindranath, fue traspasando a cada uno de los humanos, el dolor que le pertenecía, a través de sus manos fue dejando en cada persona la pena propia de cada uno. Conforme Rabindranath se sentía más sosegado, más liviano, el dolor fue adueñándose primero de los hombre y mujeres del pueblo, siempre una tristeza certera y precisa, paralela a la persona que invadía, después el dolor llegó a la ciudad, finalmente invadió reinos y continentes. Naturalmente la gente se asustó, acusaron a Rabindranath de ser el trasmisor de alguna extraña enfermedad que les estaba haciendo mucho mal. Decidieron exiliar a Rabindranath a unas montañas lejanas, donde dejase de tener contacto con el resto de los humanos. Sin embargo, cuando tomaron esa decisión, aunque ellos no lo sabían, era ya demasiado tarde: la pena y el sufrimiento se habían adueñado de todo el mundo. Rabindranath mientras tanto llegó a las montañas que serían su morada para el resto de sus días. Desde la cima más alta, miró todos los hermosos paisajes que le rodeaban. Al principio, tanta soledad le produjo cierto recelo, pero Rabindranath, sin saber porqué comenzó a reír, y su risa llegó lejos, propagada por el eco. Rabindranath, desde ese día, fue muy feliz: no quedaba ya en su cuerpo ningún rastro de dolor. Mientras tanto, el resto del mundo se desesperaba, asolado por esos nuevos sentimientos que transformaba sus almas y corazones en eriales. Unos nuevos sentimientos, que, no obstante, les enseñaban el verdadero valor y peso de la vida. Descubrieron esos humanos, que ese nuevo dolor que les había sido traspasado era inevitable, que eran cientos e imprevisibles los motivos por los que podía surgir. Eso sí, averiguaron que había ciertas formas de combatirlo, de diluirlo, de hacerlo más soportable: bastaba el gesto sencillo de poner la mano en el hombro de alguien o de darle un abrazo.
6 comentarios:
Chicos este es mi cuento. Ya sabeis que teneis de tiempo hasta el lunes ¿o era el martes?Este entra justito en un folio y letra a 12, ufff. No seais muy críticos porque lo he escrito en el curro, y cada dos por tres me interrupian para pedir alguna película. Seguro que alguna cosilla se me ha escapado. Ahora que el pueblo opine, je je. Un saludo a los dos. Julián.
Yo creo que cuando Dios creó el mundo estaba muy aburrido, y nos "hizo" y la puñeta... también.
Y eso que hoy me pillas en un buen día.
Saludos
Cierto como la vida misma, un gesto de amor sera siempre capaz de aliviar cualquier dolor.
Me ha gustado mucho este cuento.
Un abrazo.
Vaya Celia, te has convertido en una asidua lectora de nuestro blog. Bienvenida. Me alegro que te guste el cuento. Lo escribí ayer a primera hora (espero que no se entere el jefe, je je). Un besazo y me alegro de saber siempre de ti (y que te guste lo que escribo). Por cierto, el de arriba es de Javi, es genial ¿verdad?. Gracias a este blog volvemos a estar en contacto y con ganas de escribir. Te mando los poemas por carta ¿vale?. Otro beso y recuerdos a todos.
Julián, me ha gustado la metáfora, la introducción, desarrollo y conclusión, con cuerpo.
Pero creo que un pelín "rebuscaíllo"; en tu línea, vamos... y preferiblemente no debería haberlo leído después de comer.
Gracias por transmitir el mensaje divino: Amor.
Es precioso, me ha transmitido un gran mensaje, cosas como estas son las que ayudan a ver la realidad de la vida.
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