Escribir como quien provoca un vómito. Eso es lo que voy a intentar hacer ahora. Necesito contar la historia de mi pueblo. Un pueblo tranquilo, pequeño, modesto, agazapado, aunque mejor sería decir escondido, tras altas e inaccesibles montañas. Un pueblo pacífico, habitado por seres tenaces, discretos, trabajadores que todas las mañanas acudían al campo a continuar con la siembra, o al bosque a talar algunos árboles, o a la panadería, para seguir cociendo la masa, o a la pequeña mina de carbón, para extraer algunos cubos de mineral con los que llenar las chimeneas y prepararse para el invierno. Un invierno, como ocurre en todos los pueblos pobres, que siempre resulta demasiado largo. Un inverno, el de este año, que hasta días antes, no supimos que sería el último que llegaría a nuestro pueblo. Un invierno que vino este año en forma de ventisca y aguaceros, de lluvias y noches que amenazaban con ser eternas, pero que vino también en forma de soldados y explosiones, uniformes extraños sedientos de muerte, tanques grises y pánico, sobretodo mucho pánico.
Recuerdo cómo se propagó rápido el grito de alarma por todas las calles, y ya en las calles, por todas las casas, y ya dentro de las casas, por todos los rincones. “¡Qué vienen los invasores!¡Qué vienen los invasores!” Las mujeres salían de sus moradas con gesto asustado, las caras sudorosas, las manos envueltas en trapos o frotándolas nerviosas contra sus faldas o mandiles. Fueron agrupándose en la plaza, mudas, la mirada ansiosa pero en silencio. Junto a ellas fueron llegando sus hijos y maridos, que regresaban de los campos, de los bosques cercanos, de la panadería, de la pequeña mina. Ellos también habían visto aparecer al mensajero y corrieron tras de él. Todos se colocaron en torno al extraño que había llegado voceando el fatídico aviso. Apenas un muchacho desarrapado, exhausto, de ropas ajadas por el camino, inclinado y con las manos apoyadas en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Estaba agotado, parecía venir de muy lejos. Llevaba en la mano un fajo de panfletos, que al poco, cuando se percató que todo el pueblo estaba rodeándolo, pendiente de él, empezó a repartir entre las personas que tenía más cerca. Cuando se quedó sin papeles, se escabulló del gentío y se fue sin decir nada más. En las hojas que dejó todo estaba muy claro: el país estaba en guerra. Nuestro país, nuestro pequeño país, que algunos imaginábamos no mucho más grande que nuestro pueblo.
A los pocos días de producirse el anuncio, empezaron a llegar las primeras señales de esa guerra repentina que se estaba desencadenando no sabíamos muy bien dónde ni porqué. Jirones de realidad atravesaban nuestras calles en forma de soldados derrotados, con los rostros vendados y los uniformes desechos. Algunos, incluso, con piernas o brazos amputados, debían ser llevados a hombros por sus compañeros, gimiendo constantemente de dolor. Al principio nos resultaban seres extraños, incluso ajenos, aparecían por un extremo del pueblo, y, renqueantes y silenciosos, con los rostros escondidos, cruzaban la calle principal y salían por el otro extremo. No sabíamos muy bien a dónde iban. Nunca más volvimos a verlos.
Un día por fin, algunos, nos acercamos a uno de esos soldados. Queríamos saber cómo iba la guerra, si esta estaba cerca, o qué podíamos esperar nosotros. “La guerra va mal, muy mal” “Nos están derrotando, perdemos todas las batallas, acaso no veis cómo huimos” “Nuestro ejército es pequeño, y ellos asesinos poderosos, traicioneros” “¿Están cerca de aquí?” “No, aún están lejos, pero pronto los tendréis encima, vienen en esta dirección. Vienen desde todas las direcciones” “¿Qué podemos hacer?” El miedo se iba encajando en nuestros rostros, conforme el soldado ratificaba todos nuestros temores. “¿Qué que podéis hacer? ¡Ilusos, no podéis hacer nada! Huid con nosotros o quedaros para rezar y después arder con vuestras casas”. Nos miró con pena, se deshizo de nuestra mirada de impaciencia y continuó su marcha, susurrando en voz queda “Lo siento, lo siento, lo siento…”
Extrañamente, tras este breve encuentro, no cundió entre nosotros el desaliento. Había estupor, eso sí, también cierto desengaño. Durante algunos minutos nos miramos en silencio, preguntándonos con la mirada qué haríamos ahora. Alrededor de nuestro pequeño grupo se fueron juntando el resto de hombres del pueblo. No hizo falta que nos preguntaran nada para confirmar lo que nos había dicho el soldado. ¡¡Lucharemos!! gritó alguien. ¡Sí, lucharemos! repetimos a coro. Y esas fueron las únicas palabras que se escucharon en el pueblo esa tarde. Poco a poco, el grupo de hombres se fue disolviendo y cada uno retornó a sus casas. Querían hacer el amor con sus mujeres, abrazar a sus hijos, beber con sus hermanos. Querían al fin y al cabo despedirse de todos sus familiares porque al día siguiente todos irían a luchar. Nadie habló en el pueblo esa noche. Curiosamente, desde que aparecieron las primeras sombras de la guerra acechando nuestra vida tranquila, los silencios y los ojos vidriosos decían más que las palabras.
Nos fuimos entonces a las montañas. Si había una oportunidad de detenerlos era en las montañas. Los caminos allí, sabíamos que eran abruptos, penosos y estrechos. Tardamos un par de días en llegar a ellas. Aún así, desde la cima, todavía podíamos divisar en el fondo del valle nuestro pueblo. Muchos era la primera vez que salían de él y lo contemplaban desde tan lejos. Cargados con nuestros improvisados petates y utensilios de trabajo la marcha resultó muy lenta. Casi nadie llevaba armas, sólo aquellos que habían encontrado algún fúsil, alguna pistola o un cuchillo, abandonados por los bordes del camino. Dudo que alguno supiese cómo se usaban. Cada cual, aparte de un atillo con algo de ropa, mantas, algo de comida y agua llevaba consigo el que hasta hace unas semanas era su habitual herramienta de trabajo; esas eran nuestras improvisadas armas. Jonás, el leñador, su hacha, Damián, labrador, un par de azadas bien afiladas, Djivan, un pico, siempre escoltado por sus tres hermanos, mineros como él. Resultaba triste comprobar el ritual que Yarto, el maestro de música, desplegaba en cada parada que hacíamos. Yarto se alejaba un poco del grupo, buscaba una piedra en la que sentarse y comenzaba a frotar su flauta contra el suelo, en un vano intento de afilar su boquilla y convertirla en una rudimentario cuchillo de madera. La misma flauta con la que amenizaba todas las fiestas, y que ya no volveríamos a escuchar. Todos le mirábamos en silencio, sin a atreverle a pedir que parase, pues su empeño en transformar la flauta nos iba invadiendo de cierta desesperación. Siempre cerraba el grupo Kirlian, el bibliotecario. Cargaba desde que salimos del pueblo un enorme baúl. Era un personaje espigado y enclenque y más de una vez pensamos que acabaría quebrándose la espalda. No dejaba que nadie le ayudase a llevar su carga, y cuando alguien le preguntaba, con cierta sorna, qué que era lo que llevaba en ese enorme cofre, el respondía siempre lo mismo. “Llevo el arma que nos salvará a todos. Aquí dentro guardo el arma definitiva”. De todos los que estaban allí, Kirlian era el único que no había nacido en el pueblo, y todos pensaban que estaba un poco loco, simplemente por el hecho de haberse venido a vivir a un rincón tan pobre y apartado de todo. Reíamos a carcajadas con su respuesta. “¿Cuándo nos vas a enseñar ese arma tan poderosa, Kirlian? Dime que es y así no tendré que cargar con esta pala montaña arriba”. “Lo sabrás a su debido tiempo”. Esas risas nos reconfortaban a todos.
Cuando por fin llegamos a la cima nos pusimos a trabajar inmediatamente. Como un chacal, el aliento de la guerra acechaba nuestras nucas. Memorizamos palabras como defensa o emboscada, sin saber muy bien qué significaban y empezamos a cavar trincheras, a rodearlas con sacos terreros, a levantar barracones y casamatas allí donde el terreno era más inaccesible. Todo con una inercia inaudita. Y esperamos. Esperamos durante varios días. La guerra estaba ya cerca. La sentíamos cada vez con más fuerza frente a nosotros, en forma de explosiones, ceniza, y un olor a podredumbre que lo aplastaba todo. La niebla de la mañana se fue para dejar paso a una humareda eterna e infinita. Apenas podíamos ver nuestros rostros, apenas se adivinaban entre las nubes de tierra la silueta de los cuerpos aplastados contra el suelo, agarrando fuerte los fusiles, las pistolas, las hachas, los picos y los azadones. Intuíamos también la sombra de Kirlian, que se pasaba los días abrazado a su baúl.
Nada más comenzar la batalla nos dimos cuenta de lo ingenuos que habíamos sido. De lo precarias que eran nuestras defensas y cómo se vendrían abajo como castillo de naipes. Un agricultor cava surcos, un minero cava montañas, ninguno de los dos sabe cavar trincheras. El enemigo era poderoso, y muy numeroso. Empezaron a bajar de la montaña voces, que se transformaron en sombras y más tarde, cuando estaban encima de nosotros, pasaron a materializarse en soldados. No dejaban de dispararnos, de rodearnos con un ruido atroz. Sólo podíamos permanecer tumbados en nuestros agujeros, escupiendo la tierra que nos entraba en la boca cada vez que una bala saltaba cerca. Nos dimos cuenta de que la batalla estaba perdida mucho antes de haber empezado. Nos pasarían por encima sin darse cuenta siquiera que nos estaban pisoteando. Sin embargo, cuando ya algunos intentaban levantarse para salir corriendo montaña abajo, alguien gritó: “¡¡Kirlian está abriendo el baúl!!” Y todos, rodeados y empujados por una repentina y extraña esperanza nos dirigimos hacía donde estaba el bibliotecario. Formamos un círculo alrededor de la enorme caja, para no perder detalle del milagro que estábamos seguros iba a surgir de ahí. Kirlian abría el baúl muy despacio, aunque tampoco permitió en ese momento que nadie le ayudara. Por fin la tapa cedió y cayó hacía un lado. Nos inclinamos todos a la vez para ver descubrir por fin qué es lo que había en su interior, y nos quedamos estupefactos. El baúl estaba lleno de libros. Kirlian, el bibliotecario, había cargado hasta la cima un baúl lleno de libros.”¡¡¡Sólo hay libros. Maldita sea Kirlian,!!! ¿qué quieres que hagamos con ellos?” El nos miró sin comprender lo que le estábamos preguntando. Simplemente se inclinó sobre el baúl, cogió uno de los libros y lo arrojó contra uno de los soldados enemigos que ya asomaba la cabeza por nuestra trinchera. Cogió otro y se abalanzó contra un segundo soldado que aparecía detrás del primero, se encaramó a su espalda y comenzó a golpearle en el casco, en la nuca, en el pecho, golpeó y golpeó hasta que el libro se deshizo y deshojó completamente. Y todos corrimos tras él, cada un enarbolando un libro en la mano. Yo no llegué muy lejos en mi carrera, abatido por un culatazo traicionero. Mientras caía, pude observar por última vez el pueblo. Algunas de sus casas, estaban ya siendo devoradas por las llamas. A mi alrededor, comenzaban a llover trozos de papel manchados de sangre…
……………
Dentro de un rato estaré con la frente apoyada en la única pared del pueblo que queda en pie, esperando a que me fusilen. Al menos me han concedido mi último deseo. Les pedí un lápiz y unas hojas. Las hojas que me han traído han sido arrancadas de los libros que llevó Kirlian a la batalla. En ellas escribo ahora cómo fueron los últimos días de mi pueblo.
Julián María Guzmán Tapia
Chinchilla de Montearagón, 2 de octubre del 2008
4 comentarios:
Menos mal que lo leí antes, porque si tuviera que hacerlo aquí me quedaría ciega.
¿Cómo se hará lo del menú desplegable? Sería lo ideal para este tipo de cuentos tan largos (y de tanta calidad, aunque a ti no te guste, je je). A ver si nos enteramos como poner un "leer más de esos..." ¿Javi, por dónde andas? Te tengo que contar lo del reto...
"leer más..."
Bonita fábula, aunque no sé si ésa era la forma más adecuada de utilizar los libros para ganar la batalla
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