jueves, 1 de enero de 2009

CONTE D´HIVER

Enrique no puede dejar de mirar a Ana. Está preocupado porque ha notado desde el primer momento que ella no está a gusto. Desde hace rato no participa en la conversación, en realidad no ha hablado en toda la noche, y no deja de levantarse para ir a la cocina o al cuarto de baño. Cada vez sus ausencias son más largas y cada vez vuelve con una expresión más agotada. Quiere decirle con algún guiño que tenga paciencia, que esta charla no puede durar mucho más, que tarde o temprano se acabará el vino y se desgastarán los argumentos. Sus amigos, sin embargo, no parecen notar la tensión que se ha creado entre ellos dos. Se le olvidó que esta noche tendrían invitados y eso parece que la ha contrariado. Sabe lo que eso significa. Cuando todos se vayan, tendrán una discusión. Como casi siempre, él no sabrá que decirle, quizás vuelva a recurrir a algún libro de poesía para leerle alguno de los versos que más le gustan. Ana es tempestuosa, imprevisible y sobre todo irracional. Ningún argumento vale con ella cuando está enfadada; además en esta ocasión, su irritación estará justificada… Él tenía planeado una velada distinta para esta noche, algo mucho más íntimo. Ellos dos, solos, sentados en el suelo, con las espaldas reposando en el sofá y comiendo lo primero que encontrasen en la nevera. Escuchando música, bebiendo vino, charlando blandamente, casi sin dar importancia a las palabras, cediendo por fin, lentamente al deseo, para acabar haciendo el amor sobre la moqueta del salón, y al terminar, al derramar su cuerpo sobre el de ella, decirle al oído lo mucho que la quiere. ”Ana, te quiero”. De hecho, piensa Enrique, eso será lo primero que le diga cuando se vayan sus amigos. ”Seguro que así, al menos, podré evitar la discusión”.

“No sé cuánto tiempo llevan hablando”, piensa Ana. Para mantener una expresión interesante y no parecer demasiado ausente, intenta memorizar todos los nombres y todas las citas que se han mencionado desde que empezó la charla. Es una tarea imposible, agotadora, pero al menos le permite mantenerse callada. Si hace algún tipo de asentimiento o cualquier otro gesto corre el peligro de que alguno de los presentes interprete eso como una pregunta, o peor aún, como un callado reproche, y le exija una respuesta. Cuando se levantaron de la mesa de la cocina, con las copas en la mano, casi al unísono y con gesto que parecía ensayado, para dirigirse al salón, ya llevaban hablando un buen rato de temas inalcanzables para ella. En ningún momento de la charla ha sabido muy bien sobre qué estaban conversando, y cuando por fin creía entender algo, parecían ponerse de acuerdo para variar el tema, dejándola a ella completamente desamparada, oculta tras su frágil silencio. Mira a Enrique, mira al resto de tertulianos, intenta encontrar en alguno de ellos, algún detalle, alguna mueca diferente que la pueda mantener entretenida durante unos minutos. En realidad está tan aburrida que no le importaría pasarse horas mirando un mechón de pelo, una ceja torcida o una mancha de vino sobre cualquier doblez de la ropa. Ha intentado espaciar lo máximo posible sus visitas al aseo. Una vez en el cuarto de baño, ha permanecido, durante lo que le parecían horas, sentada en la taza del váter d
ejando vagar su mirada por todos los rincones del pequeño habitáculo: por la repisa de cristal repleta de botes de colonia, desodorantes, un par de maquinillas de afeitar, un vaso de cristal con tres cepillos de dientes, por los pliegues de la cortina que oculta la bañera, por todas y cada una de las baldosas del suelo y del rodapié… Ha vuelto por fin al grupo, con gesto distraído, amoldándose blandamente la melena y siempre ha sido recibida con la misma frase: “estamos hablando ahora de…” o “Enrique opina que…” También ha ido varias veces a la cocina, ha recogido la mesa con parsimonia, casi con deleite, ralentizando sus movimientos al máximo, doblando servilletas con un esmero casi religioso, como si estuviese guardando unas reliquias, sopesando como obras de arte cada vaso que iba colocando en el fregadero. De vuelta a su silla, en el rincón más apartado del salón, descaradamente alejada del centro invisible al que parecen ir dirigidas todas la opiniones, observa a Enrique y se da cuenta de que cada segundo que pasa, confirma la decisión que ha tomado hace unas horas y que venía a comunicarle esta noche. No sabía que este tenía invitados, y que estos le iban a obligar a sufrir esta espera tan penosa. Sus miradas se han cruzado varias veces, y ha podido descubrir en él un atisbo de compresión, pero por otro lado, maniatado por su papel de anfitrión ha comprobado que Enrique es incapaz de abreviar temas, de acortar razonamientos, y casi como ella, lleva un buen rato dejándose llevar por la palabrería de unos y de otros. Él interviene cada vez menos en los debates y rencillas que van creándose, pero eso no parece suponer ningún tipo impedimento para el resto de invitados. “Todo es tan arquetípico” piensa ahora Ana, “tan vulgar, tan desfasado, incluso tan previsible” apuntilla. Todos llevan similares jerséis de lana, con ligeros cambios en la tonalidad, pero con los mismos cuellos vueltos y remangados hasta el codo. Todos llevan un cigarro en la mano derecha y una copa de vino en la izquierda. Sólo sueltan la copa para encenderse otro cigarro; mientras acercan el mechero a sus labios no dejan de asentir o arquear las cejas, y cuando les toca el turno de hablar, agitan la colilla humeante como si llevasen un estandarte, casi con gesto de amenaza, con cierta ostentosidad. A sus pies comienza a acumularse algo de ceniza y se multiplican los goterones de alcohol. Pero eso a Ana, esas manchas que mañana no tendrá que limpiar, es lo que menos le importa ahora. Le empieza a agotar el número indeterminado de veces que ha escuchado palabras como "unitiva", "intransigente", "Pasternak","psique", "bolchevique", o, y esta es la que más le desconcierta, porque le parece que al menos tiene una sonoridad hermosa, aunque desconozca su significado, "entelequia"… Ana al fin, sobrevive arrastrando la mirada por los lomos de los libros que cubren todas las paredes de la habitación en la que están, ladea a veces la cabeza, en un vano intento de leer algunos títulos. Hay libros también formando columnas por las esquinas, arrojados por el suelo, reposando sobre las sillas o en las repisas de las ventanas. La avalancha no se detiene en el salón, pues el resto de habitaciones están tomadas igualmente. Ana recuerda lo mucho que le sorprendió ese detalle la primera vez que entró en esa casa. Por mucho que miró por encima del hombro de Enrique, mientras le besaba, no descubrió en alguna de las paredes de las habitaciones que iban pasando, sin despegar sus cuerpos, algún hueco libre en el que hubiese una foto familiar, o cuadros representando bodegones, o al menos algún espejo o un simple almanaque. Recuerda incluso lo cómico que le resultó el descubrir, cuando ya habían llegado al dormitorio y Enrique estaba tumbado sobre la cama, al inclinarse sobre él para empezar a lamerle la polla, medio tapado por su cadera, un libro abierto con poemas de un tal Pedro Salinas. Mientras balanceaba su cabeza rítmicamente no podía evitar entreabrir de vez en cuando sus ojos y leer algún verso. “Me quieren, me acompañan. Nos vamos… por los claustros del agua, por los hielos de flotantes, por la pampa…”Ana no pensaba que iba a leer alguna vez poesía y menos que iba a hacerlo en esas circunstancias. Con todo, recuerda que esas palabras le parecieron bonitas y casi estuvo tentada de detener su tarea y pedirle a Enrique que alzase el culo para pasar a la página siguiente… Ana piensa lo mucho que le gusta lo bien que habla Enrique. Pero rectifica inmediatamente y recuerda también, lo mucho que le ha irritado siempre el que en cada charla con él, en cada discusión que han tenido, éste siempre acabase yendo hasta algunas de las columnas de libros, para extraer alguno de ellos, abrirlo por alguna página, leer un párrafo y creer que esas palabras eran el colofón adecuado a lo que habían hablado. “¿A qué libro recurrirás hoy cuándo te diga lo que he venido a decirte?”. “¿Cuándo te diga esta noche, Enrique, que ya no te quiero…?”.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

¿He leído polla?

Tresmasqueperros dijo...

oivá, pues sí, se me escapó, en realidad quise escribir botijo, en fin luego lo cambio, je je...

Anónimo dijo...

No hombre, si no te lo he dicho para que lo cambies, a mí me gusta así, tu inconsciente sin sublimar.

Un beso.

PD. ¡Vuelve ya, que me aburro!

Tresmasqueperros dijo...

Incosciente, sublimar, ¡¡cachis!!, suena como si tuviese enfermo. Tardé años en enterarme de dónde venían los niños, y eso creo que me ha marcado, aparte, está mi cerrada educación cristiana, que tiene maniatada gran parte de mi conciencia. Besos, guapetona, y el día siete estoy allí.

Ra dijo...

Me ha encantado Julián!!!

Gracias.

Tresmasqueperros dijo...

Muchas gracias Raquelín. Eres nuestra mejor lectora, sin duda. Eso nos anima a seguir escribiendo, aunque se me acaban las ideas, y más en estos días de pereza festiva. En fin, besos a las dos y buen año.