Caen
las últimas hojas del otoño. El invierno llama a la puerta con
sigilo. En el cielo bandadas de pájaros, a modo de flecha, escapan
del frío viento del norte. Los perros vagabundos buscan un rayo de
sol donde tumbarse. Mientras en el sur, se recogen los últimos
frutos de temporada antes de mañanas heladas y noches
perturbadoramente gélidas. El olor a chimenea inundan los paseos de
media tarde. Las calles se iluminan con bombillas de bajo consumo
recreando seres de otras latitudes con exceso de colesterol mezclados
con folklore seudoreligioso y consumismo capitalista. Los
sentimientos de culpa por no vivir en la calle y comer en Caritas nos
hace empáticos un par de semana al año. Los bancos de alimentos
sólo nos cobran una pequeña comisión por aliviar nuestras
conciencias. Es más cómodo entregar un kilo de arroz a un aseado
voluntario con chaleco reflectante que mirar a los ojos a quienes
hacen cola para recogerlo. El invierno es lo que tiene...En primavera
todo desaparece y en verano hay que preocuparse por reservar una
semana en un todo incluido junto al mar. Pero aun quedan hojas por
caer...
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