Josef
Koppelmann fue relojero como lo fue su padre y su abuelo. Tres
generaciones de Koppelmann elaborando manecillas, carátulas,
mecanismos en pos de poner nombre y apellidos a algo tan valioso como
el tiempo. Así, las dos menos cuarto se apellidaba tarde cuando el
sol había sobrepasado su cenit y noche, si la cúpula celeste se
vestía de negro. Había una polémica en apellidar ciertas horas del
día y la noche pero esa es … otra historia.
Nadie
se preguntó jamás de donde provenían los Koppelmann porque los
judíos, por entonces, no eran de ninguna parte. Los países
cambiaban de nombre, de banderas, de emperadores incluso pero los
Koppelmann seguían fabricando relojes para todos ellos sin necesidad
de cambiar nada.
Un
día, un Koppelmann decidió que debía pasar de vecino a
conciudadano, dejando atrás la ignominia de 2000 años de exilio y
desarraigo. Orgulloso de su ciudad y orígenes, y no tanto del último
nombre dado a su país ( porque las fronteras, por entonces, se
dibujaban a mano alzada con tinta china entre humos de habanos,cognac
francés y miles de muertos), añadió su nombre junto al de su ciudad
en sus humildes relojes. Así, al igual que los afamados relojes que
presidían las grandes estaciones de trenes de Europa y que mostraban
París con orgullo debajo del nombre del fabricante, Koppelmann hizo
lo propio pero en un plano más humilde. Mientras París dictaba el
tiempo en los andenes la hora de las partidas, Sarajevo habitaba en
los relojes de bolsillo de los empleados de los ferrocarriles. Sin
embargo, no eran realmente aquellos preciosos y enormes relojes de
dos esferas quienes marcaban la partida de los convoys, ni los
chirridos de las grandes ruedas de acero con acero, ni el vapor
escapando con ansiedad por mover mastodónticas levas de aquellas
locomotoras de carbón... sino el humilde reloj de bolsillo del jefe
de estación.
Tras
cubrir su cabeza con la gorra azul y franja roja, tomaba el banderín
con la mano izquierda. Con paso firme se colocaba en el andén frente
a la locomotora. Banderín hacia abajo. Con la mano derecha buscaba
su reloj en el bolsillo del chaleco negro, lo abría con el pulgar y
la mano completamente abierta en horizontal. Miraba la hora... por
unos segundos... La coreografía terminaba cuando el singular pitido
del silbato coincidía con la alzada del banderín rojo.
Si
alguna vez tienen la oportunidad de sostener un Koppelmann en su
mano, recuerden que a veces un reloj es algo más que un instrumento
que pone nombre al tiempo...
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