Son
las cinco y media de la madrugada. El Sol no es más que un degradado
azul marino de un agonizante negro. La ciudad duerme. Aprovecha el
final de su viaje onírico con Morfeo mientras las farolas van
apagándose poco a poco como si de una cuenta atrás se tratase. Es
invierno. Febrero no se decide darle el relevo a Marzo, egoísmo
propio de un año bisiesto. La cafetera tartamudea sus últimas
gotas. De pie frente a una ventana abierta observa la silenciosa
ciudad, vacía, ausente... y por un instante, siente que es el último
hombre sobre la faz de la tierra. Sus manos sostienen una
reconfortante taza de café humeante. Entre sorbo y sorbo va
volviendo a la realidad con una brisa fría que le abofetea el
rostro. Suelta la taza y cierra la ventana. Enciende un cigarrillo y
va en busca de otro café. Vuelve a la ventana. Ahora la ciudad le
parece menos auténtica, el vidrio deforma cada imagen, cada edificio
y las farolas apenas iluminan ya una ciudad que despierta al ritmo de
una oscuridad planificada. Por entre las montañas pide paso un
incestuoso burdeos que anaranja una luna en cuarto menguante. El café
está frío. Los primeros transeúntes aparecen de la nada. Morfeo
vuelve a su Olimpo hasta la próxima luna. Es invierno.
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