viernes, 17 de diciembre de 2010

BOLA DE GRANITO (Última parte)

IV


Y siguieron pasando los años y la muerte fue la única variante que se introdujo en nuestro eterno grupo de peregrinos sin rumbo. Tolos de los hombres que habían empezado esta andadura siendo jóvenes, fueron cayendo derrotados al fin por la vejez. Y aún así, pese a las bajas, el ritmo nunca cejó. También sin una orden previa, los huecos que iban quedando en los arneses, eran ocupados por nuevos jóvenes voluntariosos, que eran incorporados en el primer pueblo que cruzaban. Llegó un día, en que nuestro protagonista fue el último que quedaba del grupo original que había empezado a arrastrar la mole esférica. Y yo no sabría decir si fue su fuerza prodigiosa lo que le sostuvo en pie, o fue sin embargo, la duda que un día surgió en él y se apoderó de todo su ser. Si su ímpetu se mantenía inquebrantable por esa necesidad de responder a la mirada indagadora de una sencilla muchacha que un día descubrió al borde del camino. Esos ojos penetrantes continuaban, pasados tantos años, anclados en su alma, y él continuaba sin saber qué responderle, cómo justificar el esfuerzo que llevaba realizando durante toda su vida. Y así fue aguantando, hasta que un buen día, él lo reconoció al instante, volvieron a entrar en el pueblo en el que se topó con la muchacha. Inmediatamente se desató un ansia dentro de él y comenzó a buscarla. Y no tardó en encontrarla. Lógicamente la muchacha había crecido, era ya una hermosa mujer, a cuya mano se aferraba una dulce niña, que, por el parecido físico, debía ser su hija. Y ahora, de nuevo entre un clamor envolvente y ensordecedor, madre e hija eran las únicas que permanecían impasibles, examinando a la comitiva que se deslizaba delante de ellas. Volvió a cruzar la mirada con la mujer, y volvió a sentir un doloroso vacío dentro de él. No estaba seguro de que la mujer le hubiera reconocido, porque tras tantos años erráticos, continuaba sin saber qué responderle. Algo definitivamente se rompió dentro de él. Aunque tardó en percatarse de la brecha mortal que se había abierto en su conciencia. Ya estaban a las afueras del pueblo cuando por fin se decidió a detener su paso. Inmediatamente empezó a desprenderse de todas las correas, cinchas y hebillas que habían tenido amarradas a su cuerpo durante tantos años. Los que iban detrás de él comenzaron a empujarlo y a increparlo. No entendían que estaba ocurriendo, sólo sentían que algo entorpecía de repente sus pasos. Nuestro hombre cayó al suelo. Su cuerpo, libre al fin de las ataduras, pero acostumbrado desde hace tanto tiempo a la inercia del grupo, se convirtió de repente en algo parecido a una caña, frágil y quebradiza, zarandeada por el movimiento. Sintió como sus compañeros le pisoteaban, impasibles, constantes, ajenos a su derrumbe. El último pensamiento de nuestro hombre, justo antes de que la esfera de granito que había arrastrado durante toda su vida le pasara por encima, fue que necesitaba enfrentarse una vez más a los ojos de la muchacha que un día le enseñaron a dudar. Durante unos kilómetros, sobre la superficie de la bola de granito, apareció estampada una costra roja, que poco a poco fue mezclándose con el polvo del camino…

(Fin de la última parte)







Granada, 10 de noviembre de 1996.
Dedicado a Gerardo, hacedor de tesauros.

1 comentario:

Leandro dijo...

Éste es el último que he leído en tu libro. Otra bonita fábula; estás hecho todo un profesional de la alegoría. Y la verdad, no sé si darme por aludido.

Leí otro cuento más, hace un par de días o tres: Dos Diosas. Ese no lo he encontrado en el blog, aunque quizá no lo haya buscado bien. De todas formas, es el que menos me ha gustado hasta ahora