viernes, 17 de diciembre de 2010

LA BOLA DE GRANITO (1ª parte)

I

Tuvo la desgracia de que al nacer fuese un bebé sano, fuerte y rollizo. Además, desde sus primeros días, mostró una inquietud y curiosidad increíbles. Y ya sus primeros berridos mostraron la potencia del hombre rudo y soliviantado que llegaría a ser. Aprendió a andar antes de lo habitual, e inmediatamente, sus padres, usando unos aparatosos correajes, le amarraron a una pesada bola de granito. “Debe ser así” se dijeron el uno al otro. Y el bebé, todavía con una conciencia en ciernes, tampoco pareció dar señales de molestia ante esa carga impuesta. Muy al contrario, ese peso añadido no coartó  su innata ansia de fisgoneo, y era habitual verlo corretear por todos los rincones de la casa arrastrando tras de sí, como una extensión más de su cuerpo, esa bola de granito. Esa tara impuesta, hizo que sus músculos, su complexión, se desarrollaran con mayor rapidez y fue fácil percatarse que esa bola inicial, se le quedó pequeña en un breve espacio de tiempo. Así, conforme fue creciendo, esa primera bola fue siendo sustituida por otras de mayor peso y diámetro. El niño, se acostumbró también con notable naturalidad al lastre constante que debía de arrastrar de un lado para otro. Y en ningún momento, la bola, pareció menguar su sed de conocimiento, su atracción por los misterios de la vida que se iba desplegando delante de él. Cuando no la llevaba arrastrando por el suelo, el cual era el procedimiento más cómodo, aunque también el más lento, solía coger la bola entre sus brazos e ir a donde fuera cargando así con ella. Se le veía del mismo modo, jugando con los chicos de su barrio, algunos de los cuáles, cargaban también bolas similares a la suya. Nunca entre esos chiquillos surgió la pregunta de porqué llevaban esa piedra, es más tampoco dudaron el porqué sólo ellos y no los demás debían llevar ese lastre. “Debe ser así” se respondían así mismos, y continuaban impasibles con lo que estuvieran haciendo. Así, hasta que un buen día, todos los niños que tenían una bola amarrada a su cuerpo, que eran ya fornidos adolescentes, sin duda, los más fuertes de toda la región, fueron congregados en la plaza del pueblo. Desde allí, a su vez, fueron llevados, arropados por una improvisada procesión, hasta las afueras de la localidad, más concretamente, hasta la puerta de un enorme hangar. Uno a uno, fueron entrando en el edificio, donde, para su sorpresa, eran desprendidos de la bola de granito que habían ido arrastrando durante toda su vida, para ser amarrados inmediatamente a una bola de granito similar a las suyas, pero de unas dimensiones mayores, monstruosas. Y cuando todos estuvieron atados y asegurados a la misma piedra descomunal, gracias a unos nuevos arneses, a una señal todos empezaron a arrastrar esa nueva carga que sin motivo aparente, les era nuevamente amarrada a sus existencias. Cuando abandonaron el hangar, el pueblo les recibió con júbilo. Se había establecido a la salida una precaria feria, en la que se adivinaba por ejemplo, una orquesta tocando, algunas parejas bailando, otras pidiendo bebidas o golosinas en pequeños puestos improvisados, aunque la mayoría de las gentes del pueblo, se habían colocado en los bordes de un camino y desde allí jaleaban los primeros pasos de los muchachos. Por allí pasaron ellos y la bola, al principio con paso torpe y descoordinado, aunque poco a poco, unos y otros, siguiendo una callada orden que latía dentro de sus cerebros, que se apoderó de inmediato de todos sus impulsos, empezaron a avanzar con un ritmo constante y, casi se podría decir pese a las dimensiones de su esfuerzo, un compás elegante.”Debe ser así”, era lo único que podían pensar, mientras daban esos primeros pasos. La muchedumbre que se había congregado a las puertas del hangar para verlos, les acompañó durante varios kilómetros, sin decrecer en ningún momento los gritos de ánimo y apoyo. Aunque poco a poco, unos y otros se fueron disgregando y retornando al pueblo. Los últimos en abandonar la comitiva, fueron los padres de los jóvenes que iban impulsando la onerosa bola. Se abrazaban los matrimonios, los miraban con un amago de pena, y con un rápido giro de manos y pañuelos, los despedían, siempre en silencio, sin decirles nada. Con los rostros vencidos, emprendían entonces el regreso al pueblo. Así, los muchachos, se vieron por fin solos. Nadie se quedó para guiarlos, aunque ese detalle no impidió que continuasen la marcha. Ninguno de los que arrastraban la bola vaciló un solo segundo. Un imperativo innato seguía apoderándose de sus ánimos, acaparando todo su empuje, haciéndoles sentir únicamente el peso de la gigantesca bola, y la necesidad de arrastrarla más y más lejos. En cierto modo, se sentían orgullosos de ser ellos los que debían arrastrar esa mole granítica.
Fin de la primera parte

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