“Sólo he aprendido a escribir para decirte te quiero”. Piensa el joven Li Tai mientras permanece inclinado sobre la tablilla de bambú. A su lado hay un pequeño montón formado por tablillas similares a la que el joven Li tiene entre las piernas. Están esas tablillas embadurnadas con extraños garabatos de tinta negra. Está sentado sobre el suelo, con las piernas cruzadas, a la sombra de un cerezo. Pasa los días Li trazando más y más caracteres sobre esas finas tiras de bambú. No sabe escribir, pero se ha aprendido de memoria un par de ideogramas, que perfila concienzudamente cientos de veces. Y día tras día los escribe, los retoca, los repasa con esmero, con parsimonia, casi se podría decir que con deleite. Piensa Li que lo que tiene que decir es muy importante, y necesita para ello plasmarlo en la figura más perfecta, con los trazos más delicados y precisos. Tiene a su lado un pequeño cuenco de barro en el que moja ritualmente su pincel de caña. Cuando acaba su trabajo, allá abajo en los extensos campos de mijo de Qiaoxiang, se escabulle Li de su grupo de amigos y se dirige hasta el cerezo. Hace primero una parada en un recodo del camino, y de debajo de unas piedras extrae un pequeño atillo de tela en el que tiene guardados todos sus avíos de escritura. Poco a poco, ahorrando unas monedas de su pírrica paga semanal, ha ido Li comprando sus utensilios en el pequeño mercado de la aldea. Primero se hizo con el pincel, una fina y delicada caña de bambú con un pequeño atillo de pelos de gato pegados en uno de sus extremos. Después, hurtado de la cocina de su chavola, consiguió el pequeño cuenco de arcilla. Luego, como una cigarra que se pertrecha para el invierno, fue Li acaparando tablillas de bambú, que ataba en pequeños fardos y guardaba en el fondo de su alforja. Por último, consiguió su objeto más caro y preciado: un viejo poeta, quizás olvidado de alguna vieja corte imperial, con los ojos ya desgastados y la espalda totalmente curvada, de tantas horas pasadas a los pies de una vela desgranando poemas, le vendió por el precio de seis meses de trabajo una pequeña bolsa repleta de fino polvo negro. El mismo polvo negro que ahora Li, con mucho cuidado y dedicación, usa para elaborar su estimada tinta negra. La misma tinta negra de la que quiere hacer Li la sangre de sus sentimientos. Llena Li Tai el cuenco con agua de rocío, que es el agua, según le dijo el anciano escribano, más pura y por lo tanto más adecuada para elaborar la tinta. Después abre un poco la bolsita de cuero y la espolvorea, con sumo cuidado, para no malgastar su contenido. Se pasa después un buen rato, girando esa mezcla con el pincel, trazando lentos y calculados círculos, hasta que transforma el fondo del cuenco en un lago de azabache.
Todos en la aldea, como suelen padecer las almas originales e inquietas, tratan con cierta sorna e ironía, esa extraña y repentina afición de Li por la caligrafía. Li el agricultor, Li el loco, y sobre todo, Li el analfabeto “¿Qué haces Li, perdiendo tantas tardes a la sombra de un cerezo?”. Sin embargo, nadie en esa misma aldea puede adivinar que Li está enamorado, y que esa necesidad que tiene Li de garabatear tablillas viene empujada por la fuerza e inevitabilidad de ese sentimiento. Sueña Li todas las noches con la joven Yuē. Sueña, como sueñan todos los enamorados, con recorrer con cada luna los rincones de ese cuerpo de azafrán, anhela que sean sus labios mariposas y se posen sobre las florecillas rosadas de las mejillas de Yuē. Quiere Li derramar mil caricias sobre la piel de su amada, sin embargo, hasta ahora, lo único que ha conseguido es sentir el áspero tacto de la lámina de bambú contra el canto de su mano, mientras dibuja cientos de veces las mismas palabras.
Nunca, sin embargo, ha sido capaz de acercarse Li a Yuē. Siquiera ha sido capaz de cruzar una mirada con ella cuando coinciden sus caminos, él hacia los campos de mijo y ella hacia los arrozales. Se desespera Li, pensando que se esfumará Yuē, que otro vendrá que la conquistará antes de que Li le haga saber su infinita pasión por ella.
Todos en la aldea, como suelen padecer las almas originales e inquietas, tratan con cierta sorna e ironía, esa extraña y repentina afición de Li por la caligrafía. Li el agricultor, Li el loco, y sobre todo, Li el analfabeto “¿Qué haces Li, perdiendo tantas tardes a la sombra de un cerezo?”. Sin embargo, nadie en esa misma aldea puede adivinar que Li está enamorado, y que esa necesidad que tiene Li de garabatear tablillas viene empujada por la fuerza e inevitabilidad de ese sentimiento. Sueña Li todas las noches con la joven Yuē. Sueña, como sueñan todos los enamorados, con recorrer con cada luna los rincones de ese cuerpo de azafrán, anhela que sean sus labios mariposas y se posen sobre las florecillas rosadas de las mejillas de Yuē. Quiere Li derramar mil caricias sobre la piel de su amada, sin embargo, hasta ahora, lo único que ha conseguido es sentir el áspero tacto de la lámina de bambú contra el canto de su mano, mientras dibuja cientos de veces las mismas palabras.
Nunca, sin embargo, ha sido capaz de acercarse Li a Yuē. Siquiera ha sido capaz de cruzar una mirada con ella cuando coinciden sus caminos, él hacia los campos de mijo y ella hacia los arrozales. Se desespera Li, pensando que se esfumará Yuē, que otro vendrá que la conquistará antes de que Li le haga saber su infinita pasión por ella.
Así creció la desesperación del tímido joven, hasta que un día, se le ocurrió recurrir a los ideogramas para decirle que la quería. Observando un día al contable de la corte, que cada trimestre se encargaba de hacer una visita a la aldea para comprobar que la producción de los campos y las granjas era la adecuada, descubrió que a cada comentario o cifra que le decían los lugareños, este, el contable, hacía unas extrañas anotaciones en unos rollos de papel. Se acercó pues al contable, para confirmar el motivo de tan misterioso comportamiento. “¿Qué son esas culebrillas negras que dibujas sobre el papel?” El contable, un poco sorprendido por la pregunta le respondió. “Son anotaciones y cifras. Apunto las cantidades que la gente me va diciendo”. "¿Y para qué haces eso?", volvió a inquirir Li. “¿Cómo que para qué hago esto? Para que no se me olvide nada, para llevar todas las cuentas en orden.” Esta vez, el contable fue un poco más áspero con su respuesta. Pese a todo, Li seguía intranquilo, picado por la curiosidad y por cierta idea que se le iba gestando desde el fondo del corazón. "¿Se puede decir cualquier cosa con esos garabatos?" Entonces el contable volvió a girarse hacia Li, estaba ya realmente irritado, y también algo desconcertado por las preguntas de ese joven impertinente. Pero la mirada del joven Li, con la que se topó el contable, era tan inquisitiva que no pudo soltar ningún reproche. “Con estos ideogramas se puede decir todo, se puede expresar todo, se puede enumerar todo. ¿Acaso no conoces los misterios del arte de Cang Jie*? Gracias a él los chinos hemos podido llegar a ser tan sabios, y crear este imperio tan poderoso, que ahora gobierna nuestro prudente emperador Qin” Pero Li no pareció impresionarse por la respuesta del contable. Él sólo quería saber una cosa. “¿Se puede decir te quiero con esos garabatos oscuros?.” Y nuevamente volvió a enrojecerse el rostro del contable, ya completamente ajeno a su tarea de cálculo y anotación, y nuevamente volvió a mirar a Li para decirle: “Pues claro que sí, estúpido ignorante. No te he dicho que con este invento se puede expresar todo”. Y mientras le gritaba de ese modo a Li, hizo unos rápidos trazos en una esquina del papel que estaba usando para hacer las anotaciones, rasgó esa esquina y se la acercó a Li. “Toma ¿esto es lo que quieres? Ahora lárgate, ¿no ves que estoy trabajando?”. Y eso es lo que hizo el radiante Li. Cogió con ansia el pequeño trozo de papel, lo guardó en uno de los bolsillos de su faldón y con una mirada rebosante de agradecimiento se fue alejando del contable mientras realizaba infinitas genuflexiones.
2 comentarios:
拧..( wanna ) ( làLa )来自( thana )的一种信任从事..严肃一种可利用性..由于你..同时,也不消失。
Qué cuento tan bonito, y qué historia tan cruel la de este emperador chino.
Saludos
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