Ya nadie va al parque del Oeste. El día que se que se murió el último de los poetas, dejó de ser el lugar más concurrido de la ciudad. Eso fue hace mucho tiempo. No era un parque particularmente hermoso. No era original, ni rico en especies exóticas. Era un parque más bien modesto, vulgar incluso, como surgido con cierta premura, en un hueco olvidado de entre los barrios que crecían alrededor de la vieja ciudad. Pero durante un tiempo, el parque del Oeste disfrutó de una época dorada: durante un tiempo, el parque del Oeste tuvo a los poetas. Algún concejal iluminado, pensó, que para darle algo de vida a ese rincón errabundo, lo mejor era recluir en él a todos los poetas de la ciudad. Qué estos amenizasen con sus versos a todo aquel que se aventurase a transitar por sus tristes parterres. Le daría algo de vidilla a ese amago de vergel urbano. Y de paso, lograría que los poetas hiciesen algo útil. Se les acabó el holgazanear en tabernas de mala muerte, dejarían de ser la plaga que con rapidez se extendía por todos los áticos y buhardillas de la ciudad, de ser la peste de caseros y demás comerciantes honrados. Se les acabó también el acaparar el vino, y el corretear impunes detrás de musas, prostitutas o doncellas. Allí en el parque del Oeste tendrían su nuevo y definitivo hogar. Y así se decretó, y ellos, atraídos por la posibilidad de mostrar su habilidad con las rimas ante un público asaz numeroso, hacía allí se dirigieron. Sin adivinar nunca que ese parque, fue simplemente una trampa.
¡Que hermoso era verlos colgados de los árboles! ¡Qué divertidos resultaban los variados escorzos que dibujaban en el aire, siempre queriendo escapar del cordaje que los maniataba! Al principio, no era raro ver enganchados de cada árbol, al menos a dos o tres trovadores. Luego, poco a poco su número fue decreciendo. Por un extraño motivo, ya nadie en la ciudad quería ser poeta. Pero mientras tanto, hasta que llegó el día en que murió el último de ellos, ¡cuántos sentimientos nos hicieron aflorar! Alguien descubrió por casualidad que si se les azotaba con un palo, allí, colgados como estaban, en vez de quejarse, empezaban a recitar inmediatamente sus versos. Así que todos nos dedicamos a explotar ese hallazgo, que a todos nos entretuvo y que ni el concejal iluminado había previsto en su momento. Íbamos al parque y les flagelábamos con varas, con bastones, con ramas, con cualquier cosa que tuviésemos a mano, y ellos, dale que recibe con sus poemas. Pronto descubrimos también que cada uno de esos trovadores aéreos estaba especializado en un tema, y que poseía un estilo propio. Se fueron formando así grupos, cada uno de ellos con sus preferencias. ¡Y que acaloradas eran las tertulias literarias, voceándose unos a otros, debajo de su respectivo árbol! Los había que gustaban por ejemplo, únicamente del poeta colgado del olmo, con sus versos tan ácidos, o a las viejas señoras, les gustaba aquel otro del chopo, tan hábil con los romances y demás rimas añejas, y por supuesto, las parejas de enamorados, siempre se escabullían hasta el final del parque, donde de los arbustos más apartados, se suspendían los poetas románticos…
En fin, pero todo eso ya pasó. Un buen día, el último de los poetas, zarandeado y fustigado hasta el agotamiento, se secó y dejó de recitar sus versos. Entonces conforme había venido, la moda de ir al parque del Oeste se esfumó, y este volvió a ser un rincón ignorado de la gran ciudad. Sólo la queja de los más pequeños resistió algo más de tiempo. Tirando de las mangas de sus padres, de sus abuelos, de sus hermanos mayores, los niños de la ciudad protestaban a ratos: “Me aburro… Llévame al parque, quiero jugar con las piñatas de poetas”
Dedicado a quiénes les gusta disfrutar de los parques...
2 comentarios:
¿Por qué nadie ha comentado? ¡Si es genial! Cuando me dijiste la idea, sabía que ibas a enfocarla por ahí.
Atte,
Su mayor admiradora, C.
PD. Cuando quieras vamos al parque del Oeste y te cuelgo. Sólo para seguir la tradición.
Era uno de mis rincones favoritos. he pasado muchas tardes en ese parque rebuscando ideas en los versos de otros. Sin duda, uno de mis rincones favoritos de Madrid. Y una de las pocas cosas gratis, je je. Un beso, Cris y nos vemos en el Época.
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