Caminábamos por uno de las callejuelas que bordean Rampart Street cuando la vimos a lo lejos. Vimos la ventana de su casa con la luz encendida.
- - Mira hermano, parece que todavía está despierto.
- - Sí, suele acostarse muy tarde.
- - Dicen que desde la derrota no puede dormir bien.
- Joder sí, tiene tanta rabia acumulada que no puede digerirla. Se pasa noches enteras sentado en el sillón, con los guantes entre las manos, mirándolos como si no supiese lo que son.
- Pero eso fue hace muchos años, ¿no?
- No tantos, hermano, no tantos. Hay golpes que duelen toda la vida. Y derrotas que nos acompañan hasta la muerte.
Era el combate del siglo, tío. Parecía que toda la historia del boxeo hubiese existido solamente para converger en esa noche. Nos había costado muchos años que los blancos nos dejasen pelear contra ellos, en combate legal, de igual a igual, a los ojos de todo Nueva Orleáns, y por fin habían accedido a nuestro reto. Nos dejaron, los blancos, nos dejaron pelear contra ellos porque estaban confiados en su victoria. Confiaban en su McNeal. Un irlandés grandote, católico y muy blanquito de cara. Era un puro saco de grasa, lento de reflejos y desmañado como una mula con los puños. Nosotros, sin embargo, le teníamos a él. Teníamos a Riviere. Una locomotora de ciento veintitrés kilos, puro músculo tostado al sol, pero ligero y rápido como una ráfaga de viento helado. Mejor, como una mariposa. Por eso le llamábamos así. El Fabricante. El Fabricante de Alas de Mariposa. Y es que sus golpes eran como alas de mariposa. Parecía un milagro que algo tan grande fuese capaz de golpear a alguien con esa manera tan sutil, casi no te dabas cuenta que te había dado un sopapo hasta que te ibas de morros contra el suelo.
- ¿Llegaste pelear contra él?
- Pelear lo que se dice pelear, ni de coña. Me subí a la lona y estuvo sacudiéndome de lo lindo durante un par de minutos. No pude aguantar más. Mi único consuelo mientras me machacaba era pensar que esos mismos puñetazos serían dentro de poco para McNeal. Por fin íbamos a poder patearles el culo a los blanquitos.
Todo el geto de Faubourg Tremé estuvo haciendo de sparring para El Fabricante. Ninguno le aguantábamos más de un par de minutos. Era capaz de tumbar a una docena de tíos en menos de quince. Era gracioso ver la montaña negra y roja, de cuerpos inconscientes que se iba formando a lo lado de ring. Les tirábamos cubos de agua pero no había díos que los espabilase. Todos nos pasábamos nuestro buen par de horas más muertos que vivos. Todos dejamos machacarnos el careto solo por ver como al final también le partirían el alma al saco de sebo de McNeal. Queríamos darle en todos los morros a toda la jodida raza blanca.
- Y llegó el día del combate…
- Y perdió…
- Si tío, perdió, nuestro jodido negro perdió Y lo peor no fue que perdiese, fue el modo en que perdió. No sé muy bien que pasó, pero el tío, el que subió esa noche al ring no era El Fabricante. No hizo nada a derechas durante todo el combate. Se limitó a dejarse golpear como un pelele hasta que al final se cayó de puro aburrimiento. Creo que el bastardo de Mcneal no lo hubiese tumbado aunque se hubiese pasado toda la puta noche golpeándolo con una pala.
- ¿Crees que se dejó perder?
- No creo hermano. Lo que le pasó al fabricante fue algo raro. Estaba como maldito. Nos jodió bien jodido verle perder de esa manera.
A la memoria de Sergio Algora
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