"Tengo que salir de aquí” – piensa Edmundo. Afuera, mientras tanto continúa la balacera. Varias decenas de uniformados se han apostado en lo alto de las lomas del cerro de San Miguel y desde allí disparan indiscriminadamente contra los barracones o contra las sombras que corretean entre las fogatas. Nadie sabe porqué. Llegaron montados en recuas de mulas, emboscados por la oscuridad, por los caminos de La Salvadora , de Río Seco, y de Canañiri, y están poniendo todo su empeño en transformar la noche en una lluvia de fuego.
Pero Edmundo, acodado en la barra de una improvisada taberna, y con un vaso de chicha frente a los labios, permanece absorto a sus pensamientos. “Pero cómo abandonar este basurero, si no tengo dinero ni para pagarme la botella que me estoy bebiendo”. Piensa, mientras, a su alrededor, las tablas de la cantina no dejan de saltar en astillas allí donde son atravesadas por alguna bala. Algunos impactos dan sobre la barra, cerca de donde se halla sentado Edmundo. Estallan botellas con estruendo, se desmoronan un par de sillas, pero nada de esto hace mella en la concentración de Edmundo. Detrás de la barra o bajo las mesas, algunos de sus compañeros han improvisado parapetos en los que intentan guarecerse del aguacero de plomo que cae sobre ellos. "Edmundo, compadre, agáchate que te van a quebrar los milicos". Pero él continúa con su trajín metafísico, particular, sintiendo como la chicha enardece sus recuerdos y su resentimiento. “Esto es una mierda, nunca debía salir del pueblo para venirme a trabajar a la mina, ¿qué carajo hago aquí?”.
Edmundo, patizambo de piel tostada, bajo un poncho raído, su mono de minero comido por el polvo, prendas ambas que apenas le protegen del frío, lleva horas torcido sobre la barra. La chicha que engulle a tragos largos tampoco logra calentarle esta noche las entrañas, y alejarle de paso los malos barruntos. Tuerce el vaso y deja caer parte de su contenido amarillento sobre el suelo. Es su tributo a la pachamama, la madre tierra que lleva años horadando con sus manos. “Toma guarrona, ojalá revientes de una vez, ojalá te atragantes con las riquezas que nos niegas”. Junto a él, junto a miles de bolivianos, llegaron a las minas cientos de rusos, de yugoslavos, de judíos, de alemanes, todos atraídos por las promesas de unas ganancias rápidas, de unas riquezas que han resultado estar mucho más profundas de lo que el hombre puede alcanzar. Son esos compañeros engañados, soliviantados por el trabajo duro y los sueldos de hambre, los que ahora están siendo abatidos por los rifles del ejército, fusilados en la plaza del poblado, abatidos por la sorpresa en forma de bala en sus propias camas, o abrazados a una botella, acurrucados alrededor de las hogueras.
Pero de ese infierno desatado sobre el poblado sigue sin darse cuenta Edmundo, tal es el tamaño de la amargura que le abruma. Sigue arqueado sobre su taburete, aferrado una de las manos a la botella de chicha, la otra al vaso. Un vaso que no deja de llenar y llevarse a la boca. Sólo cuando se acaba la botella y busca con la mirada al cantinero para pedirle otra, empieza a notar que algo raro está ocurriendo. "¿Dónde diablos te has metido? Quiero otra botella. Hoy toca refriega dura con el alma". Se da cuenta entonces de que en su vaso vacío algo está girando, parece una canica, o quizás un trozo de hielo oscuro. Pero no, es una bala de plomo, un trozo deformado que ha salido rebotado y ha ido a caer en su vaso. Piensa que es una señal, una hoja caída que anuncia la llegada del otoño, la hora de tomar el camino de vuelta a su casa… “Sí, debo irme de este maldito lugar”… Es entonces cuando le vencen los vapores etílicos de la bebida y Edmundo se deja caer sobre la barra.
Será por la mañana, cuando Edmundo despierte y se tope con su resaca y con los restos de la matanza, cuando se entere de todo lo ocurrido, y también, cuando le abata la certeza de que nunca podrá abandonar esa mina, que está encerrado en ella para siempre, y que como otros muchos, se pudrirán sus huesos en las profundidades de esos cerros…Edmundo, patizambo de piel tostada, bajo un poncho raído, su mono de minero comido por el polvo, prendas ambas que apenas le protegen del frío, lleva horas torcido sobre la barra. La chicha que engulle a tragos largos tampoco logra calentarle esta noche las entrañas, y alejarle de paso los malos barruntos. Tuerce el vaso y deja caer parte de su contenido amarillento sobre el suelo. Es su tributo a la pachamama, la madre tierra que lleva años horadando con sus manos. “Toma guarrona, ojalá revientes de una vez, ojalá te atragantes con las riquezas que nos niegas”. Junto a él, junto a miles de bolivianos, llegaron a las minas cientos de rusos, de yugoslavos, de judíos, de alemanes, todos atraídos por las promesas de unas ganancias rápidas, de unas riquezas que han resultado estar mucho más profundas de lo que el hombre puede alcanzar. Son esos compañeros engañados, soliviantados por el trabajo duro y los sueldos de hambre, los que ahora están siendo abatidos por los rifles del ejército, fusilados en la plaza del poblado, abatidos por la sorpresa en forma de bala en sus propias camas, o abrazados a una botella, acurrucados alrededor de las hogueras.
Pero de ese infierno desatado sobre el poblado sigue sin darse cuenta Edmundo, tal es el tamaño de la amargura que le abruma. Sigue arqueado sobre su taburete, aferrado una de las manos a la botella de chicha, la otra al vaso. Un vaso que no deja de llenar y llevarse a la boca. Sólo cuando se acaba la botella y busca con la mirada al cantinero para pedirle otra, empieza a notar que algo raro está ocurriendo. "¿Dónde diablos te has metido? Quiero otra botella. Hoy toca refriega dura con el alma". Se da cuenta entonces de que en su vaso vacío algo está girando, parece una canica, o quizás un trozo de hielo oscuro. Pero no, es una bala de plomo, un trozo deformado que ha salido rebotado y ha ido a caer en su vaso. Piensa que es una señal, una hoja caída que anuncia la llegada del otoño, la hora de tomar el camino de vuelta a su casa… “Sí, debo irme de este maldito lugar”… Es entonces cuando le vencen los vapores etílicos de la bebida y Edmundo se deja caer sobre la barra.
---------------------------------------------------------------------------------
[...] René Barrientos Ortuño, además de la masacre minera, fue el responsable directo del asesinato, encarcelamiento, tortura y desaparición de varios opositores a su gobierno, hasta el día en que murió calcinado en el mismo helicóptero que le obsequiaron sus aliados del norte. No obstante, a pesar de los múltiples testimonios de esta sombría historia, todavía hay quienes exaltan su “patriotismo” y le llaman “el general del pueblo”; cuando en realidad no era más que un simple general golpista, un aviador entrenado en Estados Unidos y un servil lacayo del imperialismo, que supo aprovechar su mandato presidencial para saquear los recursos naturales en medio de un país que se desangraba en la miseria y lloraba a sus muertos bajo la bota militar. (Víctor Montoya, "La masacre de San Juan". Publicado en BolPress, el periódico online de La Paz (Bolivia), el 19 de junio de 2007. Reproducido en el semanario Peripecias Nº 53 el 20 de junio de 2007. )
3 comentarios:
Julián, como siempre tirando del carro de vagos que somos los masqueperros. A ver si van saliendo más relatos de tu viaje, que tienen un toque muy Julianismo Ilustrado. Mañana me paso por la biblio.
Pues sí, chicos y chicas, a ver si poco a poco vamos escribiendo cositas frescas, que nuestros cientos de lectores van regresando de las vacaciones y vendrásn ansiosos de literatura de calidad. Un saludo, Cris, te espero por la biblioteca, ese templo del saber.
Me ha gustado mucho...cuéntame(cómo pasó) más cosas de Bolivia. Es interesante conocer episodios de la realidad de aquel país a través de tus cuentos.
Como siempre, enhorabuena por el reto cumplido.
Saludos.
Publicar un comentario