Siempre fue Alicia una niña inquieta. Una niña de ojos grandes, oscuros y profundos con los que intentaba atrapar todo lo que le rodeaba. Una niña a la que muy pronto se le quedaba pequeño todo lo que le rodeaba: las paredes de su habitación, el patio del colegio, la ciudad gris en la que vivía…Así, en ese estado de constante curiosidad, siempre esperaba con ansia la llegada del verano, con sus inevitables visitas al pueblo de los abuelos. Durante el invierno, la ciudad en la que vivía le resultaba oscura, flemática, sin alicientes. Apenas tenía amigos la pequeña Alicia. Una vez de vuelta a casa, corría siempre que podía a refugiarse en su cuarto. Allí pasaba largas horas leyendo cuentos, tumbada en el suelo, a la luz de una vela, para darle a la habitación un aire más místico o siniestro, según lo requiriese su imaginación. Leía, releía y memorizaba con avidez todas las historias fabulosas que pasaban por sus manos. Se fijaba con mucha atención en las descripciones de los aposentos de los castillos, palacios o conventos que habitaban las heroínas desamparadas de esos cuentos. También quería aprender de memoria cómo eran los caminos que atravesaban, las islas desiertas a las que arribaban los príncipes, los príncipes, los caballeros y demás galanes aventureros que iban en busca de las mujeres que amaban. Era de especial importancia para ella no perderse ningún detalle, recordar todos los matices de los escenarios que iba descubriendo, sus colores, sus olores, los seres que los habitaban. Quería recrearlos con total fidelidad allá en los campos que rodeaban el pueblo de sus abuelos, en el cual no se topaba con las fronteras que existían en la ciudad.
El primer día de verano, se veía una risueña Alicia sentada en el umbral de su casa, sus ojos aún más abiertos, como queriendo escapar de los contornos de su rostro, atenta al nervioso trajín de sus padre y su madre cargando bártulos en el coche. Y aún no se había detenido este frente a la puerta de la casa de sus abuelos, y ya estaba Alicia saltando y corriendo veloz a abrazarse a las enaguas de la yaya Dolores. Era quizás ese su único y primario gesto cariñoso con ella, pues el resto de las semanas, al igual que en la ciudad, se tornaba Alicia una niña intranquila, huidiza y solitaria. Desde muy temprano se la veía corretear por los caminos y sembrados de los alrededores de la casa, mirando fijamente árboles, cerros, peñascos, adjudicándoles a unos y otros el rango de castillos, islas misteriosas o países imposibles. Se prestaba rápida a crear su mundo maravilloso, a acotarlo y a mantenerlo apartado de las mentes adultas.
Pero de todos los rincones que encontraba en la enorme casona de sus abuelos, o por las cercanías del pueblo, de entre todos esos andurriales que tan rápidamente se tornaban sobrenaturales, prefería Alicia ir a recorrer la acequia, que estaba en el rincón más apartado de la parcela, bordeando el huerto. Tenía que atravesar, para llegar a ella, un precario puente de maderas carcomidas, en el que, por supuesto, siempre se demoraba imaginándose emboscadas o carreras de cuadrigas, cualquier cosa… Un puente en el que también se pasaba largas horas sentada, los pies sumergidos en la corriente de agua, arrojando palillos y viendo como eran arrastrados canal abajo. Le gustaba, a la vivaracha Alicia, imaginarse un gigante, capaz de recorrer mundos con sólo dar un par de zancadas. Transmutaba la acequia de leve caudal a océano infinito, y se entretenía entonces dando saltos de uno lado al otro. Brinco a brinco, mundo a mundo, recorría varios centenares de metros, hasta que se agotaban sus piernecillas y emprendía el regreso al puente de madera. Fue en uno de esos viajes que resbaló y fue a dar Alicia, con su juego, al fondo de la acequia. No era esta muy grande, de hecho tenía la anchura exacta de su cuerpo, por lo que al caer, quedó encajada cual larga era entre los muretes de cemento. Pero no se asustó al verse atrapada de ese modo sino todo lo contrario, tras la sorpresa, abrió los ojos. Y lo que descubrió le pareció asombroso…
Tantas horas, tantos días, tantos veranos se había pasado la pequeña Alicia pendiente de sus juegos, siempre con la cabeza inclinada sobre sus libros, o vuelta sobre sí misma, ajena a casi todo, que nunca se había fijado en la enorme cúpula azul que se desplegaba ahora infinita sobre ella. Nunca había imaginado que el cielo gris de la ciudad, fuese el mismo que esa repentina e inmensa carpa azulada. Nunca pensó que el cielo pudiese ser un escenario propicio para sus cientos de juegos inventados. Sin embargo ahora estaba extasiada, ajena incluso al peligro que corría, pues poco a poco el caudal empezaba cubrirla, se iba desbordando, empapando sus ropas y cubriéndole la cara. Pronto le costaría respirar. Pero ninguna amenaza podía despertar a Alicia de su descubrimiento. Tumbada y aprisionada como estaba, solo podía girar cabeza. Miraba con avidez a un lado y otro intentando atrapar cuanto detalle se desplegaba ante sus ojos. Entre el desmedido azul descubrió Alicia nubes formando antojadizas formas cambiantes, que el viento poco a poco iba deshilachando, descubrió también las caligrafías nerviosas y fugaces que trazaban las golondrinas.
Pero se quebró ese instante asombroso por un grito, una llamada que desmoronó el cielo y le hizo volver repentinamente a la realidad. Por el estupor, le entró agua en al boca y se atragantó, tosió, y empezó a asustarse. A la vez, escuchaba las voces de su tía Amelia, que preocupada por la ausencia de la chiquilla empezó a llamarla. Las voces se escuchaban cada vez más cerca, hasta que vio Alicia aparecer la cabeza de Amelia por uno de los bordes de la acequia. Le sonrió la niña. Pero la tía no vio ese gesto, sólo vio a su sobrina atrapada en el fondo del canal, cada vez más cubierta de agua. Saltó rápida, se situó detrás de sus hombros, se inclinó y no sin cierto esfuerzo, logró desencajarla. La levantó por fin, la apretó en un fuerte abrazo contra su pecho. Alicia, mientras tanto, se dejaba hacer, y no entendía el porque de los lamentos ni el lagrimeo de su tía. Alicia, abrazada al cuello de su tía Amelia, miraba de reojo al cielo y sonreía recordando el paraíso que había descubierto de esa manera tan rocambolesca. Pensaba también en la rapidez con que dicho descubrimiento se había quebrado, rasgado por las voces de alarma. Se propuso entonces, aflojando un poco el abrazo a su tía, que desde ese mismo día se mantendría aún más alejada de los adultos, que seguiría evitándolos en todo lo posible, pues esa tarde de verano había confirmado la rapidez con que se esfuman los sueños, las fantasías, conforme ellos se acercan.
El primer día de verano, se veía una risueña Alicia sentada en el umbral de su casa, sus ojos aún más abiertos, como queriendo escapar de los contornos de su rostro, atenta al nervioso trajín de sus padre y su madre cargando bártulos en el coche. Y aún no se había detenido este frente a la puerta de la casa de sus abuelos, y ya estaba Alicia saltando y corriendo veloz a abrazarse a las enaguas de la yaya Dolores. Era quizás ese su único y primario gesto cariñoso con ella, pues el resto de las semanas, al igual que en la ciudad, se tornaba Alicia una niña intranquila, huidiza y solitaria. Desde muy temprano se la veía corretear por los caminos y sembrados de los alrededores de la casa, mirando fijamente árboles, cerros, peñascos, adjudicándoles a unos y otros el rango de castillos, islas misteriosas o países imposibles. Se prestaba rápida a crear su mundo maravilloso, a acotarlo y a mantenerlo apartado de las mentes adultas.
Pero de todos los rincones que encontraba en la enorme casona de sus abuelos, o por las cercanías del pueblo, de entre todos esos andurriales que tan rápidamente se tornaban sobrenaturales, prefería Alicia ir a recorrer la acequia, que estaba en el rincón más apartado de la parcela, bordeando el huerto. Tenía que atravesar, para llegar a ella, un precario puente de maderas carcomidas, en el que, por supuesto, siempre se demoraba imaginándose emboscadas o carreras de cuadrigas, cualquier cosa… Un puente en el que también se pasaba largas horas sentada, los pies sumergidos en la corriente de agua, arrojando palillos y viendo como eran arrastrados canal abajo. Le gustaba, a la vivaracha Alicia, imaginarse un gigante, capaz de recorrer mundos con sólo dar un par de zancadas. Transmutaba la acequia de leve caudal a océano infinito, y se entretenía entonces dando saltos de uno lado al otro. Brinco a brinco, mundo a mundo, recorría varios centenares de metros, hasta que se agotaban sus piernecillas y emprendía el regreso al puente de madera. Fue en uno de esos viajes que resbaló y fue a dar Alicia, con su juego, al fondo de la acequia. No era esta muy grande, de hecho tenía la anchura exacta de su cuerpo, por lo que al caer, quedó encajada cual larga era entre los muretes de cemento. Pero no se asustó al verse atrapada de ese modo sino todo lo contrario, tras la sorpresa, abrió los ojos. Y lo que descubrió le pareció asombroso…
Tantas horas, tantos días, tantos veranos se había pasado la pequeña Alicia pendiente de sus juegos, siempre con la cabeza inclinada sobre sus libros, o vuelta sobre sí misma, ajena a casi todo, que nunca se había fijado en la enorme cúpula azul que se desplegaba ahora infinita sobre ella. Nunca había imaginado que el cielo gris de la ciudad, fuese el mismo que esa repentina e inmensa carpa azulada. Nunca pensó que el cielo pudiese ser un escenario propicio para sus cientos de juegos inventados. Sin embargo ahora estaba extasiada, ajena incluso al peligro que corría, pues poco a poco el caudal empezaba cubrirla, se iba desbordando, empapando sus ropas y cubriéndole la cara. Pronto le costaría respirar. Pero ninguna amenaza podía despertar a Alicia de su descubrimiento. Tumbada y aprisionada como estaba, solo podía girar cabeza. Miraba con avidez a un lado y otro intentando atrapar cuanto detalle se desplegaba ante sus ojos. Entre el desmedido azul descubrió Alicia nubes formando antojadizas formas cambiantes, que el viento poco a poco iba deshilachando, descubrió también las caligrafías nerviosas y fugaces que trazaban las golondrinas.
Pero se quebró ese instante asombroso por un grito, una llamada que desmoronó el cielo y le hizo volver repentinamente a la realidad. Por el estupor, le entró agua en al boca y se atragantó, tosió, y empezó a asustarse. A la vez, escuchaba las voces de su tía Amelia, que preocupada por la ausencia de la chiquilla empezó a llamarla. Las voces se escuchaban cada vez más cerca, hasta que vio Alicia aparecer la cabeza de Amelia por uno de los bordes de la acequia. Le sonrió la niña. Pero la tía no vio ese gesto, sólo vio a su sobrina atrapada en el fondo del canal, cada vez más cubierta de agua. Saltó rápida, se situó detrás de sus hombros, se inclinó y no sin cierto esfuerzo, logró desencajarla. La levantó por fin, la apretó en un fuerte abrazo contra su pecho. Alicia, mientras tanto, se dejaba hacer, y no entendía el porque de los lamentos ni el lagrimeo de su tía. Alicia, abrazada al cuello de su tía Amelia, miraba de reojo al cielo y sonreía recordando el paraíso que había descubierto de esa manera tan rocambolesca. Pensaba también en la rapidez con que dicho descubrimiento se había quebrado, rasgado por las voces de alarma. Se propuso entonces, aflojando un poco el abrazo a su tía, que desde ese mismo día se mantendría aún más alejada de los adultos, que seguiría evitándolos en todo lo posible, pues esa tarde de verano había confirmado la rapidez con que se esfuman los sueños, las fantasías, conforme ellos se acercan.
Dedicado a Alicia , que ahora es una gran mujer, empeñada todavía en soñar y mantener vivos esos sueños. (Y a Bad..., su ciudad gris)
8 comentarios:
¡Qué alegría!, ¡qué bonito!, ¡qué dulce!, ¡qué ilusión me ha hecho!...Gracias
Un abrazo
Vaya, pensaba que te enfadarías por decir que Badajoz era una ciudad gris, je je... La verdad es que si fuese más gris sería... Albacete, je je. Un beso y me alegra que te guste el cuento. Espero volver pronto por tierras extremeñas...
Me ha gustado mucho ,quizas porque yo soy muy soñadora y creo que nunca tenemos que dejar de tener sueños...
Gracias.
Me ha resultado un poco amargo. Empieza muy bucólico y poético, lo mejor para mi, pero tiene ese giro a lo terrorifico que yo hubiera evitado.
De todas formas me ha gustado.
Esto me recuerda la pelí de Truffuat "La pied dura". Los niños tienen la piel dura y el corazón blando y ya de mayor acabán con la piel blanda y el corazón duro.
Un merecido 7,5!!
hola eslabón perdido
Yo discrepo de Holly Martins: creo que es ese giro el que da interés al relato. Es más, yo hubiera llevado hasta sus últimas consecuencias el apartamiento del mundo y de los adultos por parte de Alicia. Nada de afortunado desenlace. Claro que, en ese caso, mejor sin dedicatoria; podría resultar equívoca. Quien esté interesado en lo terrible de ese choque con el mundo adulto, llevado (insisto) hasta sus últimas consecuencias, incluso de manera enfermiza para algunos, puede encontrarlo en J.D. Salinger mejor que en ningún otro sitio, creo. En sus obras y en su vida. Por cierto, encontré el camino, pero... ¿qué fue de la hoja, del minero y del vaso?
Gracias por los comentarios. Sin duda eres uno de nuestros mejores lectores. Tus comentarios son realmente valiosos. Y enhorabuena por tu blog. También le doy un repaso de vez en cuanto. Ah, en mi cuento si están el vaso, el minero y la hoja.
Ayer leí este cuento en su formato libro. Sigue sin dejar de sorprenderme la prestancia que le dan a un escrito el papel, la tinta, la letra impresa... Es como si leyeras otra cosa. Otra cosa aún mejor, por supuesto
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