lunes, 10 de agosto de 2009

EL VIAJE MÁS EXTRAORDINARIO

Esto me ocurrió hace un par de días. Estaba limpiando la cocina cuando llamaron al timbre de casa. Al abrir la puerta me encontré frente a mí a una viejecita pequeña, encorvada, de rostro arrugado, vestida con hábitos de monja. Sin darme tiempo a preguntarle qué es lo que deseaba, fue ella la primera que habló. “Buenos días, joven. ¿podría pedirle un favor”. La estudié con rapidez, buscando en sus manos o entre los pliegues de su ropaje, algún libro o alguna otra cosa. Supuse que vendría a venderme una biblia o algo por el estilo. “Hola, ¿qué es lo que desea?”.Será sólo un momento. ¿Podría pasar a su salón?” No supe muy bien qué responderle. Su petición me resultó un tanto extraña, me desconcertó también su tono seguro y confiado. Ante una anciana así no sé muy bien cómo comportarme. Cuál es el gesto exacto que debo adquirir para no resultar maleducado o brusco. Frente a ese rostro ajado y esa mirada expectante se desvaneció rápido cualquier excusa. “Mire señora, ando mal de tiempo…” La vieja pareció intuir la causa de mi recelo e insistió. “Será solo un momento. No vengo a venderle nada ni soltarle ningún sermón. Sólo deseo asomarme un momento a su balcón”. Ante esa insistencia no supe muy bien que decirle. Así que abrí más la puerta al tiempo que me apartaba para dejarla pasar. “Gracias joven, será solo un momento” Murmuró sin mirarme, mientras se adentraba en la casa. Me coloqué detrás de ella, mirando por encima de sus hombros, intentando adivinar algún gesto que me hiciese comprender qué estaba pasando. “El salón está al final del pasillo”. Le dije, aunque no parecía hacerme mucho caso. Avanzó con el cuello rígido, la cabeza agachada, oculta bajo la capucha de su traje, con pasos pausados pero decididos. Alcé mi mano por encima de su cuerpo minúsculo y empujé la puerta del salón. Ella continuó su lento tránsito y yo me quedé parado, apoyado en el quicio, unos metros por detrás. Observé como llegó hasta el balcón y se quedó allí quieta, apoyándose en la barandilla. No hizo ningún gesto, simplemente torció un poco más su ya giboso cuerpecito y miró hacía la calle. “¿Quiere que le traiga una silla?”. Pero continuó ausente, torcida, mirando hacía el exterior en silencio. Permanecí unos minutos callado, observando la escena hasta que me aburrí y decidí retomar lo que estaba haciendo en la cocina. La anciana no parecía que fuese una amenaza, así que decidí dejarla sola. Volvía de vez en cuando, quedándome siempre en la entrada del salón, la anciana estaba siempre en la misma posición, con el mismo gesto petrificado, las manos apretadas a la barandilla y el rostro inclinado hacía fuera. Decidí por fin situarme a su lado, traía una cerveza del frigorífico, además había encendido un cigarro. Me di cuenta entonces que lo qué observaba con tanta atención era el convento que había justo frente a mi piso, al otro lado de la calle. Comprobé además, que la monja estaba llorando. Un llanto callado, casi imperceptible que se escurría por su rostro plagado de arrugas. “¿Le pasa a usted algo? ¿Se encuentra mal?” “No, no joven, estoy muy bien. Lloro, pero es de emoción.” Dijo esto sin volverse hacía mi, la mirada siempre clavada en el claustro del convento. Un edificio que yo mismo había estudiado muchas veces, siempre que salía al balcón a tomarme el café o echarme un cigarro. Es una construcción agradable, coqueta, añeja, que más de una vez me he planteado visitar. “¿Es bonito, verdad? Paso buenos ratos en este balcón echándole un vistazo” Adopté una postura idéntica a la de ella, apoyado en la barandilla metálica, con el rostro inclinado, dándole intermitentes caladas al cigarro o echando un trago a la lata de cerveza. “Yo vivo, ahí, ¿sabe?”. Esta confidencia me pilló desprevenido. No sabía que el convento fuese de clausura. De hecho nunca me había parecido ver a nadie andando por el patio del claustro. Creía incluso que el edificio estaba abandonado, o en desuso. “Y esta es la primera vez que he salido de él”. “Vaya, ¿en serio? Me parece increíble”. “Llevo mucho tiempo viendo este balcón y siempre he querido subir hasta aquí para ver el convento desde fuera”. “Pues nada, puede venir a mi casa cuando lo desee. ¿De verdad nunca ha salido del convento. Ni siquiera para ir al médico o visitar a su familia?”. “Me dejaron en la puerta cuando era un bebé. Mi familia es desde entonces las hermanas que vivimos en el convento, siempre me han atendido muy bien. Y siempre he sido muy feliz” . Esa revelación precipitada hizo vibrar mis sentidos. Noté como me invadía cierta ternura, como se sobrecogía mi estómago y que empezaba a estudiar el convento con más detenimiento, como queriendo encontrar la confirmación a sus palabras en las columnas del patio o en los cipreses que bordeaban el edificio. “Ya va siendo hora de que regrese. No quiero que se preocupen por mí.” “No es molestia, puede estar aquí todo el tiempo que quiera. Yo no tengo nada que hacer”. “Gracias joven, ya he visto lo que deseaba. Estoy muy emocionada”. La viejecita se giró con lentitud y comenzó su lento peregrinaje hasta la salida. Yo, de nuevo detrás de ella, como en procesión, acoplé mi ritmo a sus cortos pasos, a su andar cansino. Otra vez en la puerta, volví a abrírsela para que pudiera salir. Vi cómo se marchaba, parsimoniosamente, casi sin levantar los pies del suelo, siempre con la espalda encorvada, oculta bajo la gruesa tela marrón. Sólo se volvió hacía mí cuando llegó a la puerta ascensor. “Todos deberíamos tener este privilegio antes de morir”. “No le entiendo, ¿qué privilegio?, ¿qué es lo que quiere decir?".Todos deberíamos poder echarle un último vistazo al mundo que hemos habitado antes de dejar esta vida. Hacer así balance de nuestros actos, de las obras que dejamos tras nosotros. No sabe usted lo feliz que me ha hecho dejándome asomar a su balcón.” Justo en ese momento llegó el ascensor a la planta. Y la monja desapareció ante mí, con la misma sorpresa con la que había venido.

4 comentarios:

Tresmasqueperros dijo...

Chicos, estoy haciendo tiempo, como no se me ocurre nada para el duelo de este mes, y estoy atascado en otros cuentos, he puesto este, recuperado del baul de los recuerdos. Para hacer algo de tiempo y que no se aburran los lectores. Un saludo y venga, ánimo, que poco a poco arranque la segunda temporada.

Alicia dijo...

La importancia de la perspectiva.

Leandro dijo...

Estupendo. No voy a perder un minuto en ponerle un pero

Leandro dijo...

Lo he vuelto a leer, ahora en formato libro. Me sigue pareciendo estupendo; aún mejor, si cabe