Otra vez, sin nadie con quien hablar, la taza parece tener un pequeño agujero en el fondo. Pronto se quedará vacía, sin que yo la haya tocado apenas, y se esfumará así mi última excusa para demorarme en mi camino al trabajo. Los primeros cigarrillos también se consumen con inusitada rapidez. Observo intranquilo el bullicio que se desarrolla a mi alrededor y no encuentro ningún saliente al que aferrarme durante otro par de minutos, entre el humo, el aroma a café y tostadas, el concierto de cucharillas y agitar de periódicos. Comadreo in creccendo, pesado y pegajoso que se forma cada mañana al juntarse en un local tan pequeño varias docenas de rumores y prisas matutinas, Ningún rostro conocido que se vuelva y me pregunte “Ey, tío, ¿cómo te va?”.
La primera hora de mi nuevo día parece desarrollarse dentro de una monotonía establecida. La taza sobre la barra, el poso de café, oscuro como un reproche, sin futuro, y yo comenzando a estirar un brazo con el que hacer palanca y abrirme un hueco entre el gentío. No avanzo mucho entre la compacta marea humana y me doy de bruces con una espalda enorme, inamovible, ajena a mis tímidos empujones. Mi primer reflejo al descubrirme atrapado en ese callejón es estirar el cuello y buscar una salida alternativa. La puerta que da a la calle está muy cerca, me siento algo ridículo, y no me atrevo a hablarle a la persona que bloquea mi camino. El bullicio es tan ensordecedor que para que ese desconocido me escuche deberé elevar demasiado mi tono de voz, y eso, en estos momentos de zozobra me produce cierta vergüenza. Opto por retroceder de nuevo a la barra y retomar el hueco que había dejado, y que milagrosamente sigue libre.
Me pido otro café, sin dejar de espiar la gigantesca espalda que se interpone entre la puerta y yo. Busco su más mínimo giro, que deje un pequeño hueco para catapultarme hacia la salida. Pero esa espalda permanece rígida. Comprendo entonces que ese hombre está también atrapado por la muchedumbre, incapaz siquiera de aprovechar su considerable envergadura para hacerse espacio. En cierto modo es una imagen ampliada de mi propio encierro. Veo que él comienza a ponerse nervioso, que agita la cabeza hacía todos los lados. De repente, con sus manazas, el enorme desconocido comienza a tantearse los bolsillos. Busca algo y pronto parece dar con él. Es un objeto recio, como una barra de acero doblada que aprieta con fuerza, y que deja escapar un pequeño guiño metálico.
3 comentarios:
¿Éste es el cuento pajillero? Yo no le veo la pajillerez por ninguna parte... Eso sí, es un poco extraño, pero mola.
Id firmando por ahí en otros blogs para que nos visiten, pardiez.
Creo que el prota es masoca, porque vaya manera de empezar el día!
Que vaya a otra cafetería o que se alíe con el portador de la pistola!!
En 1996 habían pasado ya cinco años desde que Granada dejó de ser el sitio al que viajaba cada noche persiguiendo un escote y una minifalda. Y mucho más. Me casé con ellos en 1994. El día que el escote de la vecina te sonría, comprenderás qué quieren decir las palabras sonrisa y vertical cuando van juntas.
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