"La casa del escribano" de Paqui Fages |
La casa del escribano es un lugar
gris, como no puede ser de otro modo. Su dueño, el escribano, es también un
hombre gris, y esto igualmente no puede ser de otro modo. En la casa del
escribano el aroma a derrota madruga eterno, irreprochable, de tan enquistado
que está en todos los rincones, en todas las grietas del pasillo de madera de
olivo, en cada una de las tejas, en todos los huecos de esa casa que hace
tiempo dejó de ser un hogar. La casa del escribano es sólo un embuste de oro y
polvo justo al lado de donde la sal comienza a derramarse por la historia. El
escribano es vecino de un pequeño pueblo blanco que pone todo su empeño en ser
gris, un pueblo achacoso a la orilla de un Mediterráneo que viene todos los
días, piadoso, a lamer sus heridas. Un pueblo que fue primero parapeto, después
camino de paso y por último, rincón de refugiados cuyos cuerpos lacerados eran
campos de labranza para el escarmiento y los sueños quebrados. Detrás del
pueblo, montañas, y tras las montañas,
montañas aún más altas, y tras estas altas montañas cuajadas de tesoros
moros, surge la meseta como un mar de
tierra seca, con viñedos soberbios en vez de olas que susurran añejas coplas de
locura, de guerra y de ocaso. Así, cada amanecer, a la espalda del pueblo, se
desata una lucha entre el mar confiado y la vetusta tierra castellana. Y cada
mañana vence el oleaje de surcos a esta mar que separa gitanos de turcos. Cada mañana…
Vence la vid al
olivo
vence la pena a la guitarra,
vence la niebla al rocío,
vence la cruz a la luna nueva,
vence el ancla al viento,
vence dios al Hombre,
vence el silencio a la fuente…
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